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Me metí desde hace algunos años en un tema que es bien peliagudo. Me metí en el debate de los derechos de autor, una institución que parece incuestionable e inamovible, como si no hubiera sido construida, debatida y cambiada una y mil veces a lo largo de la historia.

Entiendo que me meto en problemas por entrar en ese debate, y lo hago gustosamente porque no lo hago sola. Otros que se habían metido mucho antes que yo, me influyeron y me convencieron de que era algo importante, así como a mis actuales compañeros de Creative Commons Uruguay, una banda de nerds de varias ramas, entre ellas el derecho, pero también la música, la escritura, la docencia, la bibliotecología, la informática, las humanidades, las ciencias. Con esta banda empezamos a promover un capítulo local de Creative Commons, que es una organización internacional sin fines de lucro. Lo que hace Creative Commons es promover la cultura libre mediante herramientas legales para ejercer el derecho de autor de manera alternativa a «todos los derechos reservados». Nos pareció que esta herramienta era necesaria acá, en Uruguay, porque mucha gente venía publicando sus trabajos con este tipo de licenciamiento, o quería hacerlo pero no sabía bien cómo. Entre otras cosas, damos asesoramiento gratuito a quienes quieren licenciar con CC, aunque esto es algo que cualquiera puede hacer buscando información en Internet.

Pero también nos fuimos convenciendo, así como el resto de la comunidad CC a lo largo del mundo, de que hacía falta una reforma legal del derecho de autor. Si bien las licencias ayudan a hacer más disponible la cultura (hay mil millones de obras licenciadas), esto es solamente un parche para enfrentar la escalada global del copyright sobre los derechos culturales.

Me acuerdo que en 2013, durante la cumbre mundial de CC en Buenos Aires, estábamos los integrantes de capítulos de todo el mundo, en una especie de asamblea en una de las salas del Teatro General San Martín. No me acuerdo el tema de esa reunión, creo que era para hablar del «futuro» de la comunidad, o algo así. Cada uno, la mayoría en un inglés horrible (porque éramos muchos los latinoamericanos, africanos, asiáticos y europeos), contaba que de un modo u otro había terminado metido espontáneamente en debates nacionales sobre la reforma del copyright. Creative Commons no tenía entonces entre sus objetivos promover esa reforma, y de hecho en Estados Unidos, donde nació la organización, está legalmente inhibida para hacer lo que los yanquis llaman lobbying. En aquella reunión no intervenía nadie de la sede central, o por lo menos, claramente, no estaban dirigiendo la reunión. Aquel día cayeron en la cuenta de que la gente de los distintos capítulos nacionales los querían meter en el brete de apoyar la reforma del copyright, y al final tuvieron que ceder y salió la Declaración de Buenos Aires apuntando a este nuevo objetivo. Fuimos nosotros, cada cual desde su país, quienes le exigimos a Creative Commons entrar en esto.

Cada uno se volvió para su país y acá en Uruguay nos metimos de lleno en el tema. Ya nos habíamos opuesto a un aumento del plazo del copyright, que fue frenado por una fuerte oposición social. Después nos metimos en el debate de las fotocopias y hasta repartimos algún volante diseñado y fotocopiado por nosotros mismos. Fuimos a las conferencias ciudadanas Sumar, organizadas por el MEC, y seguimos activando el debate desde la plataforma Derecho a la Cultura, que compartimos con muchas otras instituciones.

Al día de hoy, el Parlamento uruguayo ya le dio media sanción a una reforma del derecho de autor orientada a alcanzar el equilibrio entre los derechos de los autores y los derechos ciudadanos. Pero no fue nuestra plataforma la que logró este avance, sino que fueron los estudiantes de la FEUU organizados, reivindicando su derecho a estudiar. Ellos juntaron más de 10.000 firmas, redactaron un proyecto junto con profesores de Derecho, hicieron pancartas y campañas online, hablaron con los legisladores y se metieron en muchos más problemas, juntos. Y tendrán que seguir.

Sin esa fuerza social, esta propuesta no sería nada, no tendría chances de avanzar. Por más que desde 2009 el propio Ministerio de Educación y Cultura, a través de su Consejo de Derecho de Autor, viene trabajando en una reforma legislativa integral, seguramente frenada por las mismas cámaras empresariales que se oponen a cualquier cambio que hipotéticamente los pueda perjudicar en su interés económico. Hasta que los estudiantes no se pusieron en marcha, hasta que no se sumaron el PIT-CNT, la Universidad de la República y distintas organizaciones sociales, este cambio en la legislación no tuvo posibilidades reales, era un mero debate, un tema de conversación. Hasta que senadores del Frente Amplio le pusieron la firma al proyecto para que entrara al Parlamento, le dieron impulso y luego lo votaron, era una débil idea que podría parecer sensata, pero en la que nadie se había querido embarcar por los intereses que toca.

A todo esto, algunos dicen que semejante lío se armó gracias a generosos financiamientos internacionales, provenientes de los ricos valles del silicio. Aparentemente las multinacionales tecnológicas estarían financiando todo este atentado contra el libro, contra el autor, contra la cultura nacional. Utilizarían para ello a sus secuaces locales. Esos vendríamos a ser nosotros, mis compañeros de equipo de Creative Commons, y yo. Por supuesto que eso es una mentira. Tampoco creo que esas empresas nos quieran apoyar mucho, al menos después de algunas opiniones críticas que dimos, por ejemplo en este mismo blog, sobre Google o Uber. Pero no escribo para responder a esas suspicacias menores.

Escribo porque me llama poderosamente la atención que los opositores a este proyecto de ley no entiendan que la gente puede ser simplemente voluntaria, activista, o lo que a mí me gusta llamar, militante. Puedo comprender que actores corporativos que cuentan con personal rentado, como la Cámara Uruguaya del Libro y AGADU, no crean en la militancia, sino pura y exclusivamente en el lobby; esa es su lógica y no pueden entender otra. Siempre debe haber «algo» atrás, una suerte de poder oculto o algo así. No es raro que lo piensen, ya que este tipo de actores desarrollan su agenda normalmente en ámbitos cerrados y discretos, hasta que el debate público los obliga a salir a dar la cara y presentarse con su discurso conservador en los medios.

Lo que me genera bastante tristeza es que muchos crean que el mundo está perfectamente dominado por lobbys, ante lo cual la única actitud posible sería el cinismo.

Yo quisiera creer, en cambio, que vivo en una época que vuelve a creer en los militantes. Me gustaría que fuera más verosímil la idea de que a la gente a veces le da por juntarse a militar. Gente que, siendo mínimamente capaz, no más astuta ni adinerada que el promedio, se da cuenta de que no queda otra que juntarse y meterse en problemas, de la forma más linda que hay: unidos y organizados.