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En los movimientos sociales y los colectivos militantes cuesta pasar de la idea «políticamente correcta» de que hay que desterrar las prácticas machistas, a asumir realmente nuevas formas de relacionarnos. Formas más igualitarias, que cuestionen prácticas profundamente arraigadas durante años.

Admitir que esas prácticas todavía existen se hace muy difícil, porque lo políticamente correcto sería que no estuvieran, ya que somos movimientos de justicia social y estamos supuestamente contra la opresión. Los líderes de movimientos sociales y partidos de izquierda no pueden negar frontalmente la necesidad de alcanzar la igualdad de género, pero siguen perpetuando y permitiendo prácticas machistas violentas, aunque no de forma admitida. A pesar de que nos declaremos antirracistas y antipatriarcales, las prácticas de discriminación y violencia perviven de forma oculta, no por un código explícito, sino por acuerdos tácitos. ¿Qué organización podría lanzar la primera piedra y decir que es un espacio seguro, inmune al machismo y a toda forma de violencia? Es que los abusos y violencias realmente existen en todas las comunidades y colectivos, y ni de lejos quedan exceptuados los grupos orientados a la justicia social y la igualdad.

En estos últimos años de una nueva marea feminista, frente a las malas conductas, violencias y abusos, han aparecido las denuncias públicas y los «escraches». Cuando surge uno de estos escraches, lo más probable es que antes se le haya negado la escucha, el apoyo y la aspiración de justicia a las personas abusadas. Cuando los abusos se conocen, se destapa no solo la práctica, sino la hipocresía de haberla mantenido oculta, no reconocida, pero vigente. Suelen existir tantos mecanismos para silenciar la disconformidad y la denuncia, que sacarlas a la luz a menudo va acompañado de una situación escandalosa que rápidamente entra en conocimiento de muchas personas y se hace pública.

La presión social ante estas situaciones de escándalo muchas veces termina promoviendo una reacción punitiva: el castigo. Cuando el castigo es la única y tardía herramienta, en un contexto social cada vez más punitivista, se convierte en un recurso extremo. Cuando se aplica, el castigo es durísimo: implica apartar al compañero, cancelarlo. A veces ponerlo en manos de una justicia patriarcal que generalmente no cuenta con mecanismos restaurativos ni propuestas para la rehabilitación. El punitivismo nos hace dejar de ver al perpetrador de violencia como a una persona. Pasa a ser una suerte de monstruo incomprensible y hasta cierto punto, un caso excepcional, fuera de la norma, de la normalidad.

Pero no debemos olvidar que nuestra «normalidad» es patriarcal y que esa normalidad normaliza prácticas violentas, desde las más explícitas, pasando por todo un rango menos evidente y de distintos niveles de intensidad. Entonces, cuando el castigo es la única respuesta, solo un conjunto muy delimitado y claro de hechos se pone a consideración como violencia punible. ¿Fue técnicamente una violación, o no? ¿Hubo golpes, lesiones físicas? ¿Era realmente menor de edad? Quedan afuera las violencias más cotidianas, los micromachismos, todo aquello que no son golpes pero que también duele, daña y perpetúa la desigualdad de género, la discriminación y la marginación. Estas violencias quedan en una arena que no se puede juzgar, a veces ni siquiera abordar, de manera colectiva.

Creo que, para entender y enfrentar estas violencias en los colectivos, debemos evitar el marco punitivista que implica que prácticamente la única opción para que las personas reporten las violencias sea la denuncia formal, incluso en el ámbito penal. Todo lo que no entra en ese marco, lo dejamos afuera, no lo consideramos como un problema colectivo, sino interpersonal, que tendrán que resolver privadamente las partes involucradas, como si el colectivo no tuviera nada que ver con las condiciones en que emerge esa violencia. Es parte de lo privado, se maneja a nivel «personal» dando lugar a que fácilmente se pueda culpabilizar a quienes la sufren porque «no se saben defender», «no saben poner límites» o no son lo suficientemente fuertes o luchadoras. Este es el marco ideal para que abusadores desplieguen estrategias como el gaslighting que perpetúan la situación sin que nada cambie.

Si en nuestros colectivos no se va a hablar ni a tratar la violencia más que en sus manifestaciones más evidentes, y solamente con respuestas punitivas, no dejamos lugar para la responsabilidad ética y afectiva. ¿Pueden nuestras comunidades y colectivos de algún modo abrir otro tipo de procesos para tratar con la violencia machista interna? Si logramos involucrarnos y hacernos responsables por las violencias que ocurren en nuestro seno, en lugar de dejar toda la responsabilidad en las instituciones punitivas, las leyes y los reglamentos, quizás podemos encontrar formas más satisfactorias de resolver los conflictos, tanto para las víctimas de las malas conductas, como para los perpetradores, como para la comunidad en su conjunto. Ojo, quizás en este camino, vamos a tener que bajar de su pedestal a algunos «héroes» de la justicia social, para exigirles que admitan y se hagan responsables por su violencia. Pero de nada sirve exiliarlos de a uno, como mártires, para que algo cambie sin que al final nada cambie.

La crítica feminista es la única herramienta de análisis y praxis política para transformar esta realidad en nuestros colectivos. Debe ser incorporada en nuestra formación política, en lugar de ser estigmatizada como una forma de persecución o una búsqueda de revancha. Lo primero que tenemos que hacer es trabajar en un análisis feminista crítico de todo el espectro de conductas tóxicas y violentas. Denunciar que un compañero tiene conductas machistas no implica necesariamente llevar adelante un escrache. Implica exigir un análisis grupal sobre esas conductas, ponerlas en cuestión, desplegar estrategias comunitarias para desalentarlas. Y sobre todo, implica pedirles, a esos compañeros cuestionados, una respuesta de responsabilización, en lugar de ser reactivos a nuestras demandas de profunda autocrítica y cese de sus conductas violentas.

Los colectivos y comunidades que carecen de protocolos para definir qué conductas y prácticas políticas queremos, cuáles explícitamente no queremos, y cuál es el ambiente en el que aspiramos que se desarrolle nuestra militancia y convivencia, no pueden abordar adecuadamente estas situaciones. Sin protocolos y procesos colectivos, lo que queda es el miedo y el silenciamiento cómplice o, en el otro extremo, la búsqueda de culpables y castigos, sin encontrar caminos intermedios para sanar colectivamente y evitar la repetición de la violencia.


Este post surge de algunas experiencias personales y colectivas, así como de reflexiones sobre casos públicos recientes. Pero sobre todo, me han resultado muy iluminadoras algunas lecturas que quiero compartir: