Autor: marfossatti

  • Cultura libre y viva: nuevos enfoques para compartir el conocimiento tradicional

    Cultura libre y viva: nuevos enfoques para compartir el conocimiento tradicional

    Cultura libre y viva
    Ilustración realizada por el equipo de e_TICS Salón Virtual de la Fundación Heinrich Böll.

    Quinto y último post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    Desde hace por lo menos 20 años, se están dando discusiones sobre la intersección entre el sistema convencional de propiedad intelectual y las distintas formas de conocimiento comunitario, local e indígena. Entre los numerosos y complejos temas implicados en esta cuestión (desde el patentamiento de recursos genéticos del sur global por la industria farmacéutica transnacional, hasta la apropiación de diseños tradicionales por marcas globales) está el de la digitalización y el acceso online de estos conocimientos.

    Digitalizar y compartir online es una estrategia que algunas comunidades están empleando para preservar sus conocimientos y tradiciones en sus propios términos y narrativas. Por su parte, las instituciones culturales y los medios de comunicación difunden objetos y conocimientos tradicionales a un público amplio y global, pero no siempre cuestionando la narrativa colonial dominante. La forma de disponibilizar y difundir el conocimiento tradicional en la red apenas se empieza a discutir, y a medida que avanza la digitalización, pueden surgir incertidumbres y tensiones.

    En este post, repasamos el estado actual de la discusión sobre propiedad intelectual y conocimiento tradicional, para dar algunos argumentos a favor de una amplia difusión de este último en Internet. Veremos de qué maneras esta difusión puede incorporar el consenso y la participación activa de las comunidades locales e indígenas en donde esos conocimientos se han originado. Finalmente, haremos una breve introducción a los conceptos de patrimonio cultural inmaterial y cultura viva, para conectarlos con la defensa de un dominio público amplio y abierto a todas las culturas y sociedades.

    Las problemáticas intersecciones entre propiedad intelectual y conocimiento tradicional

    Quienes militamos por el conocimiento abierto y el acceso a la información, tenemos la convicción de que todo debe estar disponible online libremente. Sentimos orgullo por herramientas como Wikipedia, donde pretendemos hacer accesible “la suma del conocimiento humano”. Sin embargo, sabemos que estamos lejos de ese objetivo. Hay grandes lagunas, desproporciones y sesgos injustos en la cantidad y diversidad de conocimientos disponibles online. Particularmente, las comunidades locales e indígenas, así como las mujeres y otros grupos oprimidos, están subrepresentados y sus conocimientos son invisibilizados y marginados en la red. Este fue uno de los temas presentes en la conferencia Decolonizing the Internet de 2018, cuyo reporte fue publicado recientemente.

    Ante esta invisibilidad y falta de representación online de los conocimientos tradicionales, lo lógico es pensar que el movimiento de cultura libre debe colaborar en la digitalización y el acceso a estos conocimientos, para contribuir a visibilizarlos y a difundirlos. Pero ni bien entramos en esta arena, nos encontramos con una compleja intersección con las instituciones y regímenes de propiedad intelectual convencionales.

    El debate sobre el conocimiento tradicional y la propiedad intelectual no es sencillo ni nuevo. En primer lugar, hablar de conocimiento tradicional en general puede llevar a confusiones, y por eso la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) distingue entre conocimiento tradicional, expresiones culturales tradicionales y recursos genéticos , aunque estas tres categorías muchas veces se intersectan. Desde hace casi 20 años, existe en el marco de la OMPI el Comité Intergubernamental sobre la Propiedad Intelectual, Recursos Genéticos, Conocimientos Tradicionales y Folclore (IGC) .

    Los países que participan en las sesiones del IGC discuten si es conveniente o no, y en qué forma, incorporar estos conocimientos a las legislaciones nacionales y tratados internacionales de propiedad intelectual. Otros convenios internacionales están involucrados, como los ADPIC   de la Organización Mundial del Comercio y el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales de la UPOV , así como el Convenio sobre la Diversidad Biológica y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en el sistema de Naciones Unidas.

    Este asunto también está presente en distintos tratados de libre comercio, tanto en aquellos negociados entre países del norte y países del sur, como en los que se han firmado entre países del sur. Y finalmente, aparece en varias legislaciones nacionales sobre propiedad intelectual, comercio y biodiversidad, como en Ecuador, Costa Rica y Perú, por citar solo algunos ejemplos.

    A través de este intrincado entramado de reglas e instituciones, se fue construyendo un paradigma que tiende a conceder derechos de propiedad intelectual, ya sea convencionales o bajo algún régimen especial, sobre el conocimiento tradicional. Sin embargo, el debate no está cerrado y es parte de una “monstruosa contienda ideológica y cultural”, como la ha caracterizado Silvia Rodríguez Cervantes 

    ¿Privatizar el conocimiento tradicional?

    El dilema subyacente es entre considerar que el conocimiento tradicional puede ser una “propiedad intelectual” y por lo tanto puede privatizarse y mercantilizarse, o entenderlo como “un patrimonio colectivo de pueblos y comunidades”. En este debate no hay que olvidar la profunda hipocresía de las posiciones de Estados Unidos, los países europeos y Japón, que por un lado defienden que el conocimiento tradicional se mantenga en el dominio público, mientras por otro lado, exigen ampliar y extender la propiedad intelectual que sus industrias han desarrollado a partir de ese conocimiento (y del dominio público en general, apropiándoselo y privatizándolo, como lo ha descrito James Boyle al hablar de un “segundo movimiento de cercamiento”.

    Quienes abogan por el reconocimiento de la propiedad intelectual del conocimiento tradicional, a menudo argumentan que las comunidades donde se ha originado no obtienen el mismo reconocimiento y beneficios económicos que quienes luego los usan para plasmarlo en obras con derecho de autor o innovaciones patentables. Pero una vez que estos conocimientos entran en obras autorales o patentes, las comunidades son excluidas de los beneficios sociales de los nuevos trabajos creativos y de los avances tecnológicos. Tienen que adquirir las semillas mejoradas, los medicamentos y los bienes culturales en el mercado, o quedarse afuera de estos progresos.

    Por otro lado, el conocimiento tradicional y sus expresiones son el resultado de una circulación, intercambio e hibridación milenarias. Devienen de formas tradicionales de transmisión, que no reconocen un dueño ni una forma permanente a través del tiempo y el espacio. La preservación misma de estos conocimientos depende de sus cualidades para ser transmitidos a través de las generaciones, diseminados geográficamente y adaptados a las condiciones de vida cambiantes de las comunidades.

    Tensiones por restricciones a la circulación del conocimiento comunitario

    Encontramos entonces dos tipos de tensiones:

    • El ocultamiento del origen del conocimiento comunitario, local e indígena, y su mercantilización por parte de corporaciones.
    • La incongruencia entre un tipo de conocimiento que circula en formas populares de intercambio, y las restricciones a la circulación que impone la propiedad intelectual.

    Para facilitar la comprensión de estos dilemas, veamos un ejemplo. En la década de 1950, Violeta Parra viajó por todo Chile realizando una inmensa recopilación del folclore musical de su país. A partir de esa investigación, grabó discos con versiones inolvidables de las canciones tradicionales. Los beneficios de esas canciones fueron en su mayor parte para sellos multinacionales como BMG y EMI, y en mucho menor medida para Violeta Parra. Y debido a conflictos en torno a los derechos de su obra, hoy en día la divulgación social se ve dificultada, lo que limita las reediciones y versiones de su repertorio, obstruyendo el acceso de la sociedad chilena a su propio folclore.

    La pregunta es: ¿queremos que artistas de talento, como Violeta Parra, puedan investigar y crear a partir del folclore de nuestros pueblos? Sin dudas. ¿Pero queremos que esas obras populares, de carácter patrimonial, sean apropiadas por multinacionales de la industria del entretenimiento que obtienen rentas extraordinarias a costa de excluir del acceso a las grandes mayorías?

    Es justamente la posibilidad de explotar de forma privada y exclusiva las obras, la que genera esa apropiación y estas rentas. Por eso debemos cuestionar seriamente si la ampliación de la propiedad intelectual convencional a nuevos tipos de materiales culturales realmente previene la expoliación de los conocimientos tradicionales, o la profundiza.

    Nuevos elementos en el debate: el enfoque escalonado y las licencias Creative Commons

    En agosto de 2018, en el marco de la 37º sesión del IGC en la OMPI, se dio a conocer un artículo de Chidi Oguamanam que sintetiza el debate de18 años de la OMPI en este tema, y plantea un punto de partida para el consenso: el enfoque denominado “escalonado” o “diferenciado” (Tiered and Differentiated Approach). Por otra parte, también en 2018, Creative Commons (CC) publicó un borrador elaborado por Mehtab Khan con recomendaciones sobre cómo el conocimiento tradicional puede ser compartido, mencionando las propuestas del enfoque escalonado.

    El enfoque escalonado para el conocimiento tradicional postula que es preciso diferenciar distintos tipos de conocimientos para distinguir su grado adecuado de protección: desde el control exclusivo para ciertos conocimientos secretos o sagrados y muy identitarios de una comunidad específica, pasando por la atribución a las comunidades originarias en el caso de conocimientos ya difundidos pero identificados con ellas, hasta aquellos conocimientos tradicionales ampliamente difundidos que ya no son atribuibles a una comunidad específica y que claramente están en el dominio público. Así, se supera la dicotomía entre derechos exclusivos de propiedad intelectual y dominio público, que ha estancado el debate por años.

    El problema al que pretende dar respuesta la propuesta de Creative Commons, por su parte, es qué sucede con las obras del conocimiento tradicional que se digitalizan y se comparten en Internet. La transferencia de una obra autoral a los comunes, que es lo que habilita CC, está apoyada inicialmente en el derecho de autor. Pero el derecho de autor, tal como lo conocemos, no necesariamente se adapta a las obras del conocimiento tradicional, donde a veces las nociones mismas de “autor” y de “obra” expresada en un soporte resultan cuestionables, así como la relación de propiedad de uno sobre la otra. De ahí la pregunta: ¿quién puede decidir que una obra de conocimiento tradicional se comparte online? Asimismo, asumir que esta obra puede licenciarse con CC, es asumir que no está por defecto en dominio público, como muchas veces se supone que lo están, por ejemplo, las canciones folclóricas o las narraciones míticas.

    Khan sugiere que, para los casos en que se considera que una expresión de conocimiento tradicional no está en dominio público, las licencias Creative Commons pueden ser una herramienta para que las comunidades compartan estos trabajos de forma abierta.

    Además, menciona otras herramientas específicas para la difusión online de conocimiento tradicional que no está en dominio público, como las etiquetas de conocimiento tradicional, que de forma similar a las licencias, permiten aclarar términos y condiciones de uso requeridas por la comunidad de origen.

    Estas etiquetas están incorporadas en Mukurtu CMS, un sistema de gestión de contenidos web desarrollado por la Washington State University, que permite a las comunidades gestionar por sí mismas qué compartir y cómo, mediante protocolos definidos por ellas. Este tipo de etiquetado y los protocolos para aplicarlo pueden ser compatibles con el licenciamiento CC.

    Tanto el análisis impulsado por Creative Commons, como el enfoque escalonado, son referencias para buscar soluciones que respeten los derechos culturales de las comunidades donde se originan los conocimientos tradicionales, y al mismo tiempo permitan un uso y difusión amplios, especialmente en Internet. Pero no resuelven todas las tensiones, porque no aclaran por sí mismas lo que está en dominio público y lo que es propiedad exclusiva de una comunidad.

    La tensión sin resolver: propiedad intelectual, patrimonio cultural y cultura viva

    Elinor Ostrom, al criticar la idea de “tragedia de los comunes”, nos enseñó en su célebre obra “El gobierno de los bienes comunes” que estos bienes deben ser activamente protegidos, pero que esa protección puede tener una forma diferente que la de los derechos de propiedad. Las comunidades que comparten un bien común pueden establecer reglas de uso y desarrollar instituciones de control comunitarias, en lugar de distribuir títulos de propiedad individual.

    Aunque todos los conocimientos tradicionales y sus expresiones se originan en algún pueblo o comunidad, y aunque su difusión por el mundo se dio en el marco de la conquista y la colonización, en muchos casos ya han pasado a ser patrimonio común de la humanidad. El reconocimiento y la reparación son posibles, pero su retirada del dominio público para una gestión privada o comunitaria, no son deseables. Para estos casos, el concepto de patrimonio cultural es más pertinente, y el marco adecuado ya no es la institucionalidad de la propiedad intelectual, sino la Convención de UNESCO sobre patrimonio inmaterial de la humanidadClaramente el tango, el candombe, el merengue, el yoga o el día de los muertos, entre muchísimas otras, son manifestaciones culturales que hay que proteger y celebrar, pero bajo ningún concepto privatizar.

    Si en la era de la colonización la cultura de las comunidades tradicionales fue “descubierta” por los conquistadores, considerada como manifestación de una sociedad primitiva cuya apropiación significaba superioridad cultural y racial, en la era del capitalismo global actual, adquiere valor de mercado. Pasa a ser parte de experiencias “auténticas”, explotables a través de industrias culturales, como el turismo, la moda, el diseño y el espectáculo. Quedan excluidas del análisis las formas en que estas experiencias culturales tradicionales alimentan la cultura viva, que se expresa en los carnavales y fiestas populares, el arte callejero, el teatro comunitario, las danzas populares, y también en las prácticas emergentes de la cultura digital.

    La cultura viva de los pueblos se elabora constantemente a partir del uso, el intercambio, la reinterpretación y el ensamblaje de elementos de culturas diversas. Esta tarea, en tanto no privatiza los bienes comunes, tiene un sentido creativo, expresivo, liberador, ya que amplía el patrimonio cultural, le da nuevos sentidos, lo somete a la crítica y lo pone en relación con elementos de otras culturas.

    Luchar contra la lógica de dominación cultural

    Por supuesto, también sigue ocurriendo el aplastamiento de las culturas tradicionales, el silenciamiento, el desprecio y la banalización, basados en el racismo más violento. Pero para luchar contra esta lógica de dominación colonial que se perpetúa, es igualmente fundamental la tarea de difusión, de aprendizaje, de interpretación y de reutilización del patrimonio cultural de nuestros pueblos.

    La desigualdad, en el plano del conocimiento, que sufren las comunidades locales e indígenas, no se soluciona privatizando campos del conocimiento que aún quedan en dominio público. Sino, a la inversa, comunalizando todos los campos del conocimiento que hoy están privatizados bajo derecho de autor, patentes y demás instrumentos diseñados para profundizar la desposesión de los bienes comunes.

  • Una economía feminista de los comunes

    Una economía feminista de los comunes

    «Sharing economy» por Irene Rinaldi. CC BY-NC.

    Cuarto post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    “Si el bien común tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común”.

    Silvia Federici

    Ambivalencias y contradicciones de la economía colaborativa

    La investigadora catalana Mayo Fuster Morell en su ensayo “Una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica” afirma que una «característica de la producción colaborativa es su ambivalencia: puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, o surgir del más feroz corporativismo de corte capitalista.» En el libro «Comunes, economías de la colaboración», Marcela Basch discute sobre qué significa (y qué queremos que signifique) economía colaborativa: «Según quién lo diga, puede buscar representar un sistema de producción y consumo más justo y humano o la versión más extractiva del hipercapitalismo salvaje».

    El economista Santiago Álvarez Cantalapiedra hace una crítica a la idealización de la economía colaborativa, y analiza las distintas desigualdades que genera o profundiza, entre las cuales «la desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida.» En efecto, la supuesta igualdad que ofrecen las plataformas para intercambiar todo tipo de bienes y servicios de forma horizontal e igualitaria, ha demostrado dar paso a un mercado libre para la contratación desregulada de trabajo precario (choferes, repartidores, cuidadoras), sin responsabilidad por ningún tipo de efecto social y ambiental (el ejemplo más notorio es AirBnb y su efecto sobre el acceso a la vivienda en ciertos barrios de distintas ciudades).

    “Economía colaborativa” es una expresión polisémica y en disputa, que puesta frente a frente con otros conceptos, como economía de los comunes o economía solidaria, deja en evidencia que hay todo un campo de batalla semántico, reflejo de las tensiones generadas por el propio capitalismo en sus múltiples contradicciones.

    ¿Qué pasa si ponemos, frente a la economía colaborativa, el concepto de economía feminista? ¿Cómo se tensa y se subvierte el concepto?

    La invisible dimensión de género

    En el mismo ensayo citado al inicio, Mayo Fuster Morell hace notar la falta de perspectiva de género en el análisis de la economía colaborativa. Nos podríamos preguntar: ¿cuánto trabajo de cuidados y otras formas de trabajo no pago intervienen, pero permanecen invisibles, en la producción de bienes y servicios que son presentados como «colaborativos»? ¿El aspecto amable y sustentable de una economía compartida, no oculta formas de explotación, sumisión y subordinación que se sirven también de la desigualdad de género? Y es que la economía colaborativa puede ser tan androcéntrica como la economía a secas.

    Pensemos, por ejemplo, en Uber, que a la vez que se presenta como una empresa que brinda oportunidades a las mujeres para desarrollar una actividad económica independiente, flexible, sin jefes ni horarios, genera una brecha salarial por la cual las mujeres cobran un 7% menos que sus colegas varones. Uber se desentiende de la responsabilidad por esta brecha, argumentando que su algoritmo es neutral, no distingue el género de la persona que conduce y, por lo tanto, no puede ejercer una discriminación salarial. Las culpables, entonces, serían las propias mujeres, porque le dedican menos tiempo a la actividad, lo hacen en las horas y zonas menos provechosas y manejan a menor velocidad, con lo cual no alcanzan fácilmente el estatus de conductoras «experimentadas».

    Con este ejemplo, vemos que se hace necesario entender la articulación de la desigualdad de género con la precarización de la vida y el trabajo, que se manifiesta en estas grandes plataformas de la «sharing economy».

    Hacia una economía feminista de los comunes

    Trebor Scholz ha propuesto el cooperativismo de plataforma como una salida a las contradicciones de la economía colaborativa. En una síntesis muy escueta, la idea central es que existan muchos ubers y airbnbs, pero bajo el control democrático de usuarixs y trabajadorxs. Esta propuesta es mucho más cercana a la que se sostiene desde la cultura libre y también desde el ciberfeminismo, en cuanto a una producción, gestión y propiedad común de los bienes comunes digitales.

    En estos modelos de economía de los comunes, no hay un «mercado libre» donde un consumidor individual pueda demandar y recibir ofertas de emprendedores individuales para beneficiarse de bienes gratuitos o baratos gracias a la tecnología moderna. Lo que implican estos modelos es la responsabilidad compartida en el cuidado y el tejido de redes para una economía procomunal, como la caracteriza Helene Finidori, entendiendo los comunes como objeto, práctica y resultado al mismo tiempo. Considerar solamente los resultados e ignorar los procesos puede tener como consecuencia comunidades carentes de resiliencia y ambientes no saludables para la colaboración, fenómenos que se observan hasta en los ejemplos más emblemáticos de cultura libre y colaborativa, como el software libre y la Wikipedia.

    Un ejemplo de prácticas que articulan feminismo y procomún es el grupo de Facebook Mercada Feminista Uruguay. Aunque está en Facebook, no tiene tanta importancia, en principio, la plataforma utilizada. Porque la Mercada no es una plataforma, sino un tejido comunitario feminista. Importan más las dinámicas y los procesos que crean la Mercada, que la tecnología que eventualmente usan. Estos procesos no son proporcionados por la herramienta Facebook, sino que son propuestos y trabajosamente elaborados por las propias integrantes de la comunidad, que han establecido protocolos de comunicación, reglas de moderación, días y horarios de descanso para las moderadoras, entre otros elementos de construcción de comunidad. Las mujeres vienen generando este tipo de prácticas comunitarias desde hace siglos, en distintas comunidades y territorios. Como ejemplo tenemos el caso de las mujeres negras quilombolas en Brasil, que han tejido redes de cuidados y reproducción de la vida que perduran incluso luego de la migración a las ciudades (se puede leer una descripción de estas redes realizada por Bianca Santana, en el libro «Comunes, economías de la colaboración»).

    No es extraño entonces que encontremos estas prácticas también en internet, que a pesar de la colonización corporativa, sigue siendo un espacio donde las mujeres nos encontramos para generar creaciones colectivas y organización. El siguiente paso es recuperar estos espacios fértiles para la colaboración, como Facebook y otras plataformas, para migrar nuestras prácticas de construcción de lo común a espacios que funcionen bajo nuestras propias reglas ciberfeministas, alterando «el sentido individualista, patriarcal y capitalista de las TIC”, como dicen Verónica Araiza Díaz y Alejandra Martínez Quintero en su artículo “Tejiendo lo común desde los feminismos: economía feminista, ecofeminismo y ciberfeminismo”.

    La economía colaborativa, o mejor dicho, la economía de los comunes, desde un enfoque feminista, implica que los bienes físicos y digitales que necesitamos para la vida (para un «buen vivir», es decir, una vida que merezca ser vivida) también son producidos a través de prácticas sociales y culturales que hacen sostenible esta producción, que no es solamente económica, sino también social y afectiva. Citando a la economista feminista Amaia Pérez Orozco, es necesario «desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización del capital a los procesos de sostenibilidad de la vida».

    Pero poner en el centro la sostenibilidad de la vida no es una «cuestión de mujeres» como encargadas «naturales» de la reproducción. La sostenibilidad de la vida es una construcción política feminista, que el feminismo está poniendo en agenda, y que está estrechamente relacionada con la sostenibilidad de los comunes.

  • Descolonizar la gobernanza de internet

    Descolonizar la gobernanza de internet

    Participantes de la conferencia Descolonizando Internet, en Cape Town.

    Tercer post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    En los últimos cinco años, los reportes sobre conectividad en el mundo muestran impresionantes avances: los informes de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) registran un aumento del 9% y del 20% anual de las suscripciones a banda ancha fija y móvil respectivamente, y este crecimiento es más fuerte aún en el sur global.

    A la vez, conforme avanzan los niveles de acceso a la red, aumenta la preocupación por la brecha digital persistente. Con un 51% de la población con acceso a internet, la gran pregunta parece ser: ¿cómo se conectará la “segunda mitad”? Considerando en esta segunda mitad muy especialmente a la población rural y de las periferias urbanas, a los pobres y a las mujeres de los países con marcadas brechas de género

    La construcción de indicadores de conectividad en el mundo viene acompañada de un discurso de progreso. Un discurso que habla de expansión de los negocios, modernización del Estado, aumento del empleo, acceso a las finanzas, transformación de la educación y globalización de la oferta de cultura y entretenimiento. Parece que internet es la puerta de entrada de las condiciones de desarrollo, hacia la que hay que traer a la población «offline» que todavía vive en un mundo desconectado, apagado, apartado de estas oportunidades de progreso

    El discurso de progreso y el acceso a internet

    En este artículo propongo reflexionar críticamente sobre el discurso de progreso o desarrollo lineal, después de participar en la primera conferencia Descolonizando Internet , en Ciudad del Cabo, y más tarde, seguir por streaming la 11º edición del Foro de Gobernanza de Internet, región América Latina y Caribe (LACIGF) que tuvo lugar en Buenos Aires. El eje de mi reflexión es cómo un marco de pensamiento descolonial permitiría repensar la gobernanza global de internet, un asunto que se ha ampliado con el tiempo y que no se refiere únicamente a las cuestiones técnicas, sino a aspectos profundamente políticos. Cuando se discuten asuntos como las regulaciones que afectan a internet, la neutralidad de la red, el uso de los datos y contenidos, ¿qué internet se discute? ¿internet de quiénes y para quiénes? ¿Qué internet es la que se está promoviendo para el 49% todavía no conectado?

    La brecha digital, así como toda brecha de desarrollo, no se da en un camino lineal de progreso, donde hay una meta final a alcanzar y solamente hace falta impulsar la transición de las naciones menos adelantadas. En cambio, la incorporación de nuevos territorios y poblaciones a internet es como la incorporación al capitalismo: ocurre en un esquema colonial de dependencia y subordinación. Como dice Renata Ávila en un ensayo reciente: «las poblaciones del mundo que todavía están desconectadas son el territorio en disputa de los imperios tecnológicos»

    Esta «segunda mitad» va a llegar a una internet cada vez más concentrada en pocos monopolios muy influyentes. Las nuevas generaciones de usuarias y usuarios, que acceden desde sus móviles, se están encontrando con un conjunto de servicios online, antes que una red abierta, libre y distribuida. Están llegando tardíamente a los debates sobre regulación y políticas de internet, porque las reglas están moldeadas desde los intereses de corporaciones y países centrales (copyright, ciberdelitos, responsabilidad de intermediarios, protección de datos, comercio de servicios, etc.)

    Derechos humanos, poder corporativo y democracia real en la red

    La discusión sobre la gobernanza de internet en foros como el FGI tiene que ir más allá de la preocupación por las diferencias de acceso y uso de las tecnologías, para entrar en los conflictos entre derechos humanos y poder corporativo. De lo contrario, se impone a estas nuevas poblaciones online una agenda colonial de internet. Una agenda que requiere conectar aceleradamente a la población que todavía no tiene acceso a internet, pero que a la vez exige libertad para hacer negocios sobre la base del extractivismo de datos en todo el mundo, e impone barreras para el uso local del conocimiento y la tecnología, bajo la forma de protección de la propiedad intelectual.

    Pero incluso los proyectos que representan una alternativa real a la internet mercantilizada, no escapan de la reproducción de patrones de poder y dominación. Un ejemplo de ello es Wikipedia, o las comunidades de software libre, donde encontramos que el conocimiento es construido desde grupos privilegiados, por varones blancos, con acceso a la tecnología y a la formación técnica, en países centrales, aún cuando el 75% de la población online se encuentra en el sur global, y por lo menos la mitad somos mujeres. La conferencia Descolonizando Internet hizo foco precisamente en quién y cómo se construye el conocimiento que llega a estar online, para plantear que hay una brecha más compleja, que no es solamente de acceso al conocimiento. Es una brecha en el conocimiento.

    Para pensarlo desde un ejemplo, tomemos el tema de las “fake news” y la desinformación (un asunto que está de moda y que tuvo su panel en el LACIFG). ¿Cómo determinarán las plataformas como Facebook cuál es el conocimiento supuestamente «fiable», que es la base para «detectar» noticias falsas? Se está encomendando esta tarea a una combinación de redes de chequeadores de noticias y herramientas de machine learning. Sin embargo, es altamente probable que queden por fuera del alcance y los criterios de este aparato de la verdad, los conocimientos de comunidades marginalizadas que no están online, o que, estando online, son invisibilizados y afectados por sesgos sistemáticos.

    ¿Cómo cuestionamos entonces las asimetrías de poder y el colonialismo digital, en el marco de la gobernanza de internet? Internet opera en un mundo globalizado e interconectado y su mapa está configurado por esa realidad. Pero internet también entraña un proyecto internacionalista, y es un bien común de la humanidad. Hoy opera bajo reglas capitalistas, coloniales y patriarcales que expresan el poder de pocas empresas y de una infraestructura basada prácticamente en un solo país, pero moviendo capitales por todo el mundo.

    La respuesta no es un repliegue en lo local, en la soberanía estatal o en la autonomía individual. Tampoco es suficiente con exigir adaptaciones y enfoques localistas a las corporaciones globales, porque de hecho Facebook, Google y otras corporaciones tienen enfoques locales, nacionales y regionales, que les resultan muy útiles para ampliar sus mercados.

    Lo que necesitamos es una democracia real en la red, que le permita a la población ya conectada y a los que vendrán, decidir cómo se conectarán y participar en igualdad de condiciones en la definición de las reglas de un mundo inevitablemente interconectado, pero no inevitablemente injusto y desigual.

  • Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    “Cyborrrg antes que diosa”, poFlopi Aguirre / TEDIC. CC BY-SA

    Segundo post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    La violencia de género en línea es una manifestación más de la violencia estructural que enfrentamos las mujeres en la vida cotidiana. Es particularmente severa con las mujeres más visibles, críticas y contestatarias, como las activistas que denuncian al sistema patriarcal de manera más certera y efectiva. Es más cruda aún con mujeres negras, indígenas, lesbianas, trans y de otros grupos que sufren discriminación. Pero es una situación de la que no está libre ninguna mujer que levante un poco más la voz y que alcance cierto grado de visibilidad.

    A veces esta visibilidad se produce de manera súbita e inesperada: un tweet demasiado popular o una nota de Facebook que se viraliza y recibe cientos de comentarios, o quizás una foto o video que nunca quisimos compartir públicamente.

    En estos casos, puede pasar que quedemos expuestas a un ejército de trolls, sin más respaldo que nuestras propias palabras, a veces sin otra alternativa que el silencio y la autocensura. Cerrar tu cuenta o ponerle un candado para protegerla, desconectarse por un tiempo, borrar los contenidos «incómodos». Esas son las opciones. Punto para los trolls misóginos, que lograron callar a una mujer más.

    Hay enfoques que encaran este tema reclamando leyes para regular el denominado «discurso de odio» en Internet (ya alertamos sobre algunos riesgos de este enfoque en un post anterior). Otras propuestas se centran más en la autorregulación de los medios y proveedores de servicios online estableciendo sus propias reglas y métodos para monitorear el contenido ofensivo o las conductas conflictivas. Finalmente, otros enfoques hacen énfasis en el autocuidado, promoviendo que las usuarias minimicen los riesgos bajo el supuesto de que somos las usuarias las que tenemos que tener claros «los peligros de las redes» para no meternos en problemas.

    En esta ocasión voy a explorar otro enfoque, al que llamo «tecnopolítico», porque creo que permite reflexionar sobre las herramientas tecnológicas y sus implicancias en el discurso público de las mujeres en línea, buscando alternativas para tener una vida online más segura y satisfactoria, sin resignar nuestra libertad de expresión.

    Lo que tenemos hoy

    La infraestructura de comunicación online que hoy tenemos al alcance más fácilmente son las plataformas privadas centralizadas, como Twitter, Facebook o Instagram. Estas herramientas son utilizadas por muchísimas mujeres para expresarnos de las formas más diversas desde nuestras computadoras y teléfonos móviles. 

    A cambio, no solo entregamos nuestros datos personales a estas compañías, lo que ya compromete nuestra seguridad, sino que también quedamos casi completamente bajo sus reglas para gestionar nuestra expresión en línea, y esto nos hace más vulnerables a la violencia. Por ejemplo, es común que, al responder enojadas a comentarios provocadores de usuarios violentos, terminemos infringiendo las políticas de contenido de la plataforma y seamos vulnerables a una denuncia y posible cierre de nuestra propia cuenta, en lugar de la del violento. Lo cierto es que estamos bajo las reglas, el control y la tutela de una empresa privada de la que somos apenas clientes y que no nos da una participación real en el diseño de sus principios, códigos de conducta, reglas y funcionalidades

    Estas plataformas ofrecen herramientas bastante pobres para el autocuidado: configuraciones de privacidad con pocas opciones (a menudo solo queda optar entre cuenta pública o privada), bloqueo a usuarios o denuncia de contenidos agresivos. Además, lo habitual es que las empresas tengan incentivos económicos para adaptarse de forma conservadora a la legislación sobre contenidos e implementar mecanismos automáticos para evitar conflictos. Un ejemplo típico es la facilitad con que se eliminan imágenes «poco apropiadas» en Facebook, o se cierran canales en YouTube por supuestas infracciones de copyright.

    ¿Diseñamos las alternativas?

    Una opción posible, por supuesto, es desconectarse permanentemente. Utilizar Internet solamente para la comunicación personal, para el ámbito privado y no mucho más. Evitar la exposición, así como evitamos usar cierta ropa o transitar ciertas calles, o viajar «solas».

    Pero si empezamos a transformar los miedos en posibilidades y las críticas en acción, podemos convertir todo esto en demandas legítimas en torno a la comunicación online. ¿Qué debemos pedirle a una herramienta de comunicación, ahora que conocemos y hemos vivido los problemas de la violencia en línea? ¿Qué necesitamos para proteger la libertad de expresión de las mujeres (y de otros colectivos vulnerables)? Este es un listado inicial de ideas:

    – Una comunicación no centrada en las visualizaciones y reacciones como objetivo principal. Que el alcance de una publicación online no esté definido por algoritmos que evalúan la relevancia a partir de la popularidad. En lugar de eso, retomar una comunicación más orgánica, que no acelere ni frene la expresión mediante factores opacos y automatismos que no somos capaces de entender. Que la viralidad, si se produce, sea social y no propulsada por algoritmos.

    – Herramientas para dialogar con mayor autonomía. Esto implica que las usuarias tengamos mayor control sobre la publicación de respuestas y comentarios ante lo que decimos en la red. Nadie tiene la obligación de leer, o siquiera recibir, comentarios a todo lo que dice, de parte de cualquier persona (tal vez con excepción de aquellas personas que ocupan cargos de responsabilidad pública).

    – Un entorno digital saludable, que no secuestre nuestra atención. Somos más vulnerables a la violencia en línea cuando la tecnología nos mantiene en estado de alerta, atendiendo a cada notificación, movidas por llamados a la acción permanentes que nos exigen estar siempre chequeando qué pasó, contando lo último que hicimos (¿qué estás haciendo?, ¿qué estás pensando?) y respondiendo en tiempo real cada comentario. Las plataformas de redes sociales comerciales, con sus alarmas rojas notificando hasta lo más irrelevante, se pueden convertir en un ambiente tóxico y adictivo. Y eso no lo hacen a propósito para torturarnos, sino porque está estrictamente estudiado para ser más rentable y obtener de las usuarias la mayor cantidad de tiempo conectadas e interactuando.

    – Sin big data ni vigilancia como modelo de negocios. Necesitamos herramientas diseñadas para la protección de la privacidad, aunque en la actualidad las principales plataformas están hechas para todo lo contrario. No debería estar permitido que, al mismo tiempo que nos expresamos públicamente en línea con nuestros propios objetivos (políticos, artísticos, o del tipo que sea), estemos creando sin darnos cuenta perfiles publicitarios, antecedentes laborales, reputación crediticia e historiales con fines fuera del alcance de nuestra comprensión y consentimiento real. 

    – Anonimato y uso de seudónimos como derecho. Sin exigencias de dar un nombre real que deje desprotegida la identidad de las usuarias, haciéndolas más vulnerables a ser amenazadas por ejercer su libertad de expresión online.

    – Sin mecanismos de censura automatizados. Esto suele suceder cuando los algoritmos de las plataformas sociales «reconocen» un contenido inapropiado y limitan su alcance, lo ocultan o eliminan. Esto puede ahorrar tiempo y dinero en el control de contenidos violentos, pero se trata de una justicia privada, automatizada y generalmente conservadora. Se necesitan nuevas formas de control y de protección comunitaria, con reglas creadas por el consenso de las usuarias.

    – Que permita la portabilidad real de los datos, permitiendo migrar a otras plataformas, de manera que una usuaria no pierda sus contenidos si ya no está cómoda en una red determinada y desea mudarse. También debe estar inmediatamente accesible la opción de eliminar permanentemente los datos, si así lo desea.

    Puntos de partida

    Muchas de estas ventajas están disponibles para aquellas que utilizan un blog o un sitio web personal como medio de expresión online. De hecho, las redes sociales podrían entenderse como versiones acotadas y centralizadas de los blogs. 

    Un blog personal permite publicar de manera sencilla e instantánea, haciéndole llegar una notificación a quienes nos siguen por RSS. Los comentarios son fáciles de publicar, pero también de moderar, y quedan bajo el entero control de la administradora. Existe la opción de leerlos antes de permitir que se publiquen, o configurarlos de formas muy variadas, incluso no tenerlos habilitados, o solo en ciertos períodos, o para ciertos contenidos sí y para otros no. Es posible esperar al momento en que se tiene más tiempo y calma para responder. Los trolls disconformes con tu política de comentarios (porque podrías tener una política propia, soberana) podrían crear blogs solamente para atacarte, pero se tendrían que tomar ese trabajo, y eso desmotiva a la mayoría de los atacantes (que tienen muchos más blancos fáciles en las redes sociales). Como tu cuerpo, tu blog puede ser tu territorio. 

    Pero como un blog o una web personal no te sugieren todo el tiempo «a quién seguir», ni generan el placebo de una audiencia, es fácil sentir que ahí falta una comunidad. Es un medio autogestionado, pero también requiere más autocuidado y algunos recursos técnicos, e incluso económicos, que no todas las mujeres tienen a su alcance.

    Es ahí cuando el activismo feminista tiene mucho para ofrecer. Las feministas tenemos que profundizar en tácticas de comunicación que, además de fomentar el autocuidado y de darnos herramientas de defensa feminista, nos permitan profundizar la lucha. Una opción es crear juntas, gestionando contenidos en comunidad, como lo hacen muchas medios y publicaciones feministas online. También es importante leernos y difundirnos entre nosotras, facilitando el acceso al pensamiento feminista mediante bibliotecas digitales y repositorios abiertos. Otra posibilidad es construir herramientas tecnológicas de comunicación abierta y a la vez segura, con las características descritas arriba. No es necesario programarlas desde cero, existe mucho software libre para crear comunidades y redes que puede ser aplicado ingeniosamente para diseñar mejores espacios de comunicación. 

    Estas alternativas probablemente no son 100% efectivas contra la violencia online, porque como dijimos arriba, esta tiene sus raíces en el patriarcado y en violencias estructurales que una herramienta tecnológica por sí misma no puede combatir. Pero una crítica a las herramientas disponibles, y sobre todo a la tecnopolítica subyacente, es posible y necesaria. Es lo que nos permite seguir construyendo alternativas comunitarias para la comunicación feminista. 

  • Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Let Our Voices Be Heard, Art by Melissa Marzan. CC BY-NC-ND.

    Primer post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    Cada vez que un tema se instala en la agenda pública y es fuertemente discutido en las redes, parece encenderse a su vez un debate sobre el debate en sí. Nombradas de forma genérica, “las redes” son espacios que empiezan a ser señalados como un lejano oeste cada vez más peligroso y violento para quienes lo habitan.

    La violencia en línea es un problema real y lo sufren mayoritariamente los grupos históricamente marginados y discriminados, en razón de su género, sexualidad, clase social, nacionalidad, etnia, religión, aspecto físico, o idelología. Pero resulta preocupante la percepción instalada de que «las redes» han sido irreparablemente degradadas por el llamado «discurso de odio», la intolerancia y la violencia. Fenómenos nombrados de forma génerica, descontextualizados y deshistorizados, sin ningún vínculo con injusticias sociales previas basadas en desigualdades sociales y asimetrías de poder. Simplemente «la violencia en las redes», debida a la falta de orden, de leyes o de agentes que intervengan para evitar “los abusos” de la libertad de expresión

    ¿Por qué es preocupante el crecimiento de esta retórica? Precisamente por desdibujar los orígenes históricos de las violencias, y situar sus fundamentos en la herramienta en sí. Pareciera que se están produciendo cada vez más crímenes de odio porque lo permite internet. Entonces se pide mayor control y endurecimiento de penas para internet, exigiendo a los intermediarios un mayor control sobre el discurso de los usuarios. Porque se supone que los asesinos en masa, los terroristas, los fundamentalistas, son impulsados por las opiniones y la información que se publica en internet

    Cualquier llamamiento a controlar la red de forma generalizada o a restringir y castigar las expresiones y los discursos que se producen en ella es peligroso, porque induce a proponer medidas generalistas y por lo tanto, con posibilidades de ser aplicadas de forma arbitraria. Como dice Simona Levi: «si permitimos que se cree un estado de excepción en Internet, el paso a que se traslade al resto de los ámbitos de la vida es solo uno».

    Cuando se demoniza la libertad de expresión y se la coloca como la gran culpable de que «la gente» (nuevamente en general) se exprese de forma hiriente o inapropiada, se está preparando el terreno político para debilitar cada vez más la esfera pública de conversación abierta que (todavía) es Internet.

    Es cada vez más habitual, y alarmante, el enfoque punitivista que busca normalizar la persecución penal como la primera opción ante cualquier injuria. Aunque pueda parecer que se están estableciendo protecciones para los más débiles, lo que en realidad sucede es que se está inhibiendo y desprotegiendo a las personas vulnerables que usan internet como medio para denunciar la discriminación y la violencia que sufren.

    Pensemos en el movimiento #MeToo que ha impulsando a mujeres en todo el mundo a denunciar situaciones de acoso y abuso. Para que este tipo de denuncias puedan ser hechas sin temor a reprimendas, es necesario establecer un ambiente de garantías, que empodere a las víctimas de injusticias y a las activistas. Lamentablemente, no es poco común que las mujeres que realizan estas denuncias públicas, terminen siendo acusadas por difamación e injurias, tras hacer pública la conducta de sus acosadores, quienes en muchos casos responden con amenazas legales. Los delitos contra el honor muchas veces se vuelven un arma en manos de los más poderosos para impedir que se hable sobre otros delitos más graves en los que pueden estar involucrados

    La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, recomienda evitar que las regulaciones sobre libertad de expresión en internet tengan un «efecto especialmente inhibitorio sobre usuarios individuales, quienes participan del debate público sin respaldo de ningún tipo, sólo con la fuerza de sus argumentos. Las leyes vagas y ambiguas pueden impactar especialmente en este universo creciente de personas, cuya incorporación al debate público es una de las principales ventajas que ofrece internet como espacio de comunicación global».

    En síntesis, la lucha contra la violencia en línea, es una lucha simultánea por la protección de la libertad de expresión, garantizando que todas las personas, y especialmente las que pertenecen a grupos históricamente discriminados, participen en igualdad de condiciones en el debate público. Y no son las opiniones poco adecuadas u ofensivas las que ponen en peligro esas garantías (en todo caso, que un discurso esté protegido por la libertad de expresión no lo vuelve obligatorio para quienes no quieren escucharlo). Lo riesgoso es poner en manos de los más poderosos (gobiernos y grandes monopolios de la comunicación) herramientas para vigilar, inhibir, reprimir y perseguir a las usuarias y usuarios de internet, con el pretexto de que hay tipos de discurso más admisibles que otros. Mucho más peligroso que un comentario o un tweet ofensivo, es dotar de capacidad de vigilancia y control sobre Internet a quienes tienen mayor poder para vulnerar derechos fundamentales.

  • Petit Larousse, o los ciegos y el brontosaurio

    Petit Larousse, o los ciegos y el brontosaurio

    Esta serie de tres collages fue creada para la exposición What is Knowledge?, comisariada por Siko Bouterse y Marti Johnson, durante Wikimania 2018, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Es una obra colaborativa de Yamandú Cuevas, Julia Cuevas, Marta Villa, Mariana Fossatti, Mauricio Planel y Marcia Albuquerque.

    La obra viajó virtualmente entre Río de Janeiro (Brasil), Playa Verde y Solymar (Uruguay). Fue hecha usando técnicas analógicas y digitales. El proceso comenzó con tres collages manuales que fueron digitalizados y distribuidos entre el grupo, de los que resultaron tres nuevos collages digitales, que fueron a su vez modificados y remezclados entre sí, de manera que al final se llegó a un resultado con una identidad común que unifica las tres piezas para formar una obra que funciona como un tríptico.

    Como collagistas, trabajamos con material preexistente extraído de diversas fuentes, como enciclopedias, diccionarios, revistas populares y obras de referencia ilustradas. Es un material fascinante para trabajar, pero especialmente interesante para esta exposición, porque nos permite jugar con los sentidos tradicionales sobre qué es el conocimiento y cómo se lo representa, modificando las narrativas clásicas que se han utilizado para transmitirlo, en diferentes tiempos y contextos.

    Nuestra principal fuente de imágenes fue un diccionario Larousse en español, de 1985. Como todos los diccionarios, sigue un orden alfabético, pero ese orden es al mismo tiempo un desorden. Al pasar las páginas vemos países, máquinas, animales, plantas, símbolos y mapas mezclados en un caos fascinante. Es como un gran collage.

    Este trabajo es también una referencia a la parábola de los ciegos y el elefante. Diferentes partes del cuerpo de un brontosaurio (en lugar de un elefante) aparecen en cada collage: la cabeza, el tronco y la cola. De la misma manera que lo hacen los ciegos, percibimos diferentes partes de un animal desconocido. Entonces es necesario compartir nuestras percepciones individuales para llegar a un acuerdo sobre lo que es ese animal. Y al igual que los ciegos en la parábola, lo intentamos, aunque nunca será posible una interpretación única.

    Los tres collages que componen la obra están bajo una licencia Creative Commons Atribución-Compartir Igual, y se encuentran disponibles para descargar en Flickr y en Wikimedia Commons, donde podrán encontrarlos junto a las demás obras de la exhibición.

  • Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Artículo originalmente publicado en Revista Pillku #22.

    Datos y capitalismo de vigilancia

    Face recognition | Ilustración: Steven Lilley

    Los datos como entidades inmateriales, como entidades etéreas que están “en la nube”. La vigilancia digital como una situación omnipresente pero invisible. La explotación de nuestra actividad en línea, tan difícil de percibir porque está presente en los actos de la vida cotidiana. Todo esto hace que nos resulte complejo asociar lo digital con el cuerpo y con la política. Este artículo intentará elaborar esa asociación, para pensar respuestas y posibilidades desde la militancia feminista, que en su lucha contra el patriarcado ha desarrollado herramientas para entender esa estructura invisible y omnipresente, y poder así combatirla.

    Shoshanna Zuboff (2015) afirma que el modelo de negocio de las startups tecnológicas, por defecto, es la vigilancia. Estas corporaciones concentradas, de escala planetaria, mercantilizan la vida cotidiana que compartimos en línea. Tal como lo ha planteado Tiziana Terranova (2000), tienen la capacidad de monetizar el trabajo no pagado de las personas en la red, obteniendo ganancias del valor social producido por la inteligencia colectiva. Pero la explotación de nuestra vida cotidiana a través de la acumulación de información nos hace vulnerables: alimentamos grandes bases de datos que pueden ser analizadas para revelar patrones, predecir tendencias y modelar conductas.

    Como lo advierte David Lyon (2002), más allá de los riesgos de privacidad individuales, nos exponemos a los peligros de la categorización social a través de la vigilancia. Porque la vigilancia no es socialmente neutral, sino que tiene sesgos de clase, género, sexualidad y raza. Entonces es necesario interrogarse sobre los posibles efectos de una categorización social orientada por datos y algoritmos. Los algoritmos realizan operaciones matemáticas abstractas, supuestamente objetivas, que luego se aplican a contextos y a vidas reales, reproduciendo automáticamente patrones patriarcales, coloniales y racistas ajenos y anteriores a esos contextos y a esas vidas, al margen de toda discusión pública y democrática.

    Hay innumerables mecanismos que ponen los cuerpos bajo vigilancia y control informatizados: biometría a partir de huellas, iris, cara y cuerpo entero, bases de datos de ADN, plataformas de redes sociales que quieren y pueden conocer nuestro género y preferencias sexuales, entre otros. También podemos contribuir con este control a través de la autovigilancia, cuando proporcionamos datos sobre nuestro cuerpo y estado físico en aplicaciones de fitness, menstruapps, apps para el cuidado de la salud, etc.

    Para las personas, en nuestra vida cotidiana, la pregunta es: ¿cómo y por qué nos vigilan? Lo hacen múltiples actores: corporaciones y gobiernos (a menudo combinados) y particulares. La vigilancia no se dirige siempre ni necesariamente a personas específicas que sean el “target”, sino a poblaciones enteras. Es continua y omnipresente, y al mismo tiempo difícil de percibir y, por tanto, de conocer y consentir. No sabemos qué datos se colectan sobre nuestros cuerpos, dónde se guardan y por cuánto tiempo, quiénes y cómo los analizan, ni con qué propósito.

    Debido a esta situación, percibimos que es muy difícil cuidar nuestros datos personales, entender cómo viajan, dónde se guardan, cómo son tratados y qué leyes nos protegen de un mal uso. Como resultado, nos rendimos. Pero si no hay suficiente resistencia es porque no sabemos cómo resistir, aunque tengamos conciencia del problema. Muchas veces empezamos por revisar largas listas de herramientas de seguridad online y consejos legales que requieren ciertos esfuerzos. Pero quizás las personas y colectivos nos esforzaríamos más por nuestra libertad y nuestra seguridad frente al extractivismo de datos si antes pudiéramos construir un planteo político efectivo del problema.

    Cualquier semejanza con el patriarcado…

    Plantear políticamente el tema desde un enfoque feminista puede ser a la vez interesante y potente. Una perspectiva feminista nos ayuda a fortalecer nuestra propia voz para dar o negar nuestro consentimiento. Esta voz se enfrenta a la banalización, el tutelaje y el acoso del que somos objeto en el capitalismo de vigilancia.

    Fortalecer el consentimiento libre e informado empieza por rechazar la idea de que, tras dar clic en “aceptar los términos y condiciones”, ya no podemos cuestionar nada. Debemos rechazar ese pacto faustiano que, como plantea David Solove (2013), limita el consentimiento informado. Por más que leamos todo el larguísimo contrato legal por el cual consentimos el tratamiento de nuestros datos, únicamente podemos responder sí o no. Y si respondemos que no, nos quedamos por fuera no solo de alguna utilidad o placer online, sino de posibilidades de información y participación. Damos nuestro consentimiento, pero tenemos una muy limitada capacidad de negociación debido a una pronunciada asimetría de poder frente a la corporación monopólica dueña de los servicios y los datos.

    Lo primero que tendríamos que hacer para fortalecer el consentimiento libre e informado es defenderlo contra la banalización. ¿Cuántas veces escuchamos frases que relativizan nuestros miedos? Este discurso de la banalización se articula en torno a respuestas como “si no tenés nada que ocultar, no tenés nada que temer” cuando reclamamos privacidad, o como “es un problema tuyo por haber aceptado” cuando denunciamos los términos y condiciones que legitiman la vigilancia de nuestra vida online. La vigilancia se considera un problema menor porque el concepto de privacidad “ya no es tan importante como antes” y por lo tanto se puede sacrificar privacidad por seguridad, eficiencia, diversión o comodidad. Entonces el pacto, nos dicen, es muy claro: a cambio de un conjunto de ventajas gratuitas, las corporaciones pueden hacer lo que quieran con nuestra información. Ese trato, desigual y violento, no debería ser minimizado ni banalizado. El feminismo ha articulado discursos políticos para enfrentar la banalización de las denuncias de violencia, acoso y maltrato, exigiendo que no se culpe a las mujeres víctimas de agresiones por nada de lo que hayan hecho anteriormente. Estamos explicando a la opinión pública que un no es un no, que usar una pollera corta o andar sin un acompañante masculino, no es “aceptar los términos y condiciones” para quedar a merced de otras voluntades.

    Una visión feminista de la cuestión de los datos y la vigilancia también nos permite cuestionar el tutelaje. El feminismo denuncia cómo el patriarcado, durante siglos, ha implicado para las mujeres una pérdida del control sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, y un permanente recorte de nuestro derecho a decidir. Un varón, ya sea padre, hermano, pareja, cura o médico, ha sido entendido durante siglos como más apto para decidir que nosotras mismas, seres débiles, poco confiables y sin criterio.

    De modo semejante, hoy también, para las grandes corporaciones de Internet, las usuarias y usuarios somos “incapaces” de decidir sobre nuestras vidas online; para ello dependemos de otros en quienes debemos confiar ciegamente porque tienen la infraestructura y el saber técnico. Les permitimos un monitoreo y un seguimiento detallado de nuestra actividad online, para supuestamente brindarnos un mejor servicio, como la “curaduría” por medio de algoritmos, que define las fuentes de información que nos llegan con mayor frecuencia. También, para nuestra comodidad y seguridad, los gobiernos almacenan los datos de nuestros viajes en el transporte público, guardan registros de nuestro paso por las instituciones educativas y graban nuestro uso del espacio público, en colaboración con empresas privadas proveedoras de servicios informáticos.

    Todo este seguimiento no solicitado se nos hace muy parecido al acoso: requerimiento excesivo de datos personales innecesarios o inapropiados, rastreo mediante programas traqueadores de la actividad online, publicidad tan “personalizada” que se convierte en invasiva, con constantes llamados a la acción e interrupciones no solicitadas mientras estamos navegando. Las mujeres, las personas con identidades, sexualidades y cuerpos diversos, sobre todo si son activistas en estos temas, sufren a diario acoso online por parte de particulares. Pero también las actividades de vigilancia de las corporaciones de Internet, menos evidentes pero más omnipresentes, pueden ser entendidas como acoso y deberían ser evaluadas en términos de respeto por la libertad y la diversidad.

    Helen Nissenbaum (1998), desde un análisis integrador de distintas teorías sobre la privacidad, afirma que la privacidad es fundamental para el ejercicio de la individualidad, la autonomía, las relaciones sociales y la participación política. Por ser tan fundamental, no puede ser simplemente eliminada o disminuida por “aceptar los términos y condiciones” impuestos por poderes abusivos. El feminismo, como teoría del poder y práctica política de la libertad y la igualdad, es una poderosa herramienta de denuncia y combate frente a esos poderes.

    Leer más:

    APC (2016). Principios feministas de Internet: https://feministinternet.net/es/principles

    Bibliografía

    Lyon, D. (2002). Surveillance As Social Sorting: Privacy, Risk And Automated Discrimination.
    Hoboken: Taylor & Francis Ltd. Recuperado a partir de: http://public.eblib.com/choice/publicfullrecord.aspx?p=240591

    Nissenbaum, H. (1998). Protecting privacy in an information age: The problem of privacy in public. Law and philosophy, 17(5), 559-596. Recuperado a partir de: http://www.nyu.edu/projects/nissenbaum/papers/privacy.pdf

    Solove, D. (2013). Autogestión de la privacidad y el dilema del consentimiento. Revista
    Chilena de Derecho y Tecnología, 2(2). https://doi.org/10.5354/0719-2584.2013.30308

    Terranova, T. (2000). Free labor: Producing culture for the digital economy. Social text, 18(2), 33-58. Recuperado a partir de: http://web.mit.edu/schock/www/docs/18.2terranova.pdf

    Zuboff, S. (2015). Big other: surveillance capitalism and the prospects of an information civilization. Journal of Information Technology, 30(1), 75-89. https://doi.org/10.1057/jit.2015.5

  • Por qué celebrar (y preocuparse por) el dominio público en Uruguay

    Por qué celebrar (y preocuparse por) el dominio público en Uruguay

    Ilustración del día del dominio público 2018, del Duke Law School’s Center for the Study of the Public Domain

    Un nuevo año llega. Otra ocasión para festejar el Día del Dominio Público. Esta celebración internacional se realiza el primer día del año para llamar la atención sobre las obras de autoras y autores que pasan a ser libres de las restricciones del copyright y a partir de ahora son parte del patrimonio común de toda la sociedad.

    En Uruguay esta celebración tiene un dejo amargo: aquí el dominio público no es de uso gratuito, como sí lo es en prácticamente todos los países del mundo. ¿Qué importancia tiene esta peculiar situación de Uruguay y por qué debería importarnos? Veamos en primer lugar qué es el dominio público y por qué cada primero de enero hay que festejar su existencia. Y preocuparse por su futuro.

    El dominio público es el patrimonio intelectual común de la humanidad. Está compuesto por obras autorales, pero también por inventos, ideas, conceptos y toda una serie de elementos que son esenciales para la transmisión y el avance colectivo de la cultura. Es cierto que muchas de las cosas que están hoy en dominio público han estado inicialmente restringidas por la propiedad intelectual. Algunos de estos elementos, como las obras y las invenciones técnicas, llegan al dominio público después de un período de tiempo, mientras que otros, como las nociones matemáticas, son parte del dominio público desde su concepción.

    La característica del dominio público es que todos los elementos que finalmente lo componen pueden ser accedidos, reproducidos, divulgados, expuestos, adaptados, traducidos y reutilizados de la forma más libre y, en la mayor parte del mundo, gratuitamente, sin que se interpongan barreras económicas que limiten su uso. El dominio público no debería ser de uso exclusivo de quien pueda pagar. Quizás, en un marco de capitalismo salvaje, puede sonarle raro a algunos que algo tan valioso constituya una riqueza común y no un bien exclusivo. Pero la finalidad de que exista un dominio público libre y gratuito es muy simple: es la base común de conocimientos necesarios para futuras creaciones.

    ¿Cómo llegan las obras autorales al dominio público? Quienes crean una obra original gozan durante su vida de ciertos privilegios otorgados por ley, que se extienden también a sus herederos por algunas décadas, hasta que la obra finalmente entra en el dominio público. Es importante entender que el dominio público no es creado por la ley, sino al revés: la ley le impone una restricción temporal al dominio público, reservando derechos exclusivos, pero temporales, a personas y corporaciones titulares de obras. Estos derechos se reservan durante la vida del autor y por un lapso posterior a su muerte, que en Uruguay es de 50 años.

    El dominio público es amenazado permanentemente por el intento de alargar este tiempo de derechos exclusivos y reservados. Hay quienes sostienen la idea, un poco absurda, de que esto se debe a las crecientes expectativas de vida de los autores y herederos. Pero en realidad, no se debe a otra cosa que a los requerimientos de corporaciones que lucran con los derechos exclusivos de algunas obras. La ley que extendió el plazo de copyright en Estados Unidos en 20 años, la “Sonny Bono Act”, de 1998, fue conocida peyorativamente como la ley “Mickey Mouse” porque parecía diseñada para mantener vigentes los derechos exclusivos sobre el ratón que tantas ganancias genera a la Walt Disney Company. Debido a esta extensión del plazo, el dominio público se congeló en los Estados Unidos, donde no ingresan nuevas obras al mismo desde 1998. Países que han firmado tratados de libre comercio con Estados Unidos, como en el caso de Chile, tuvieron que subir sus plazos de copyright de forma similar y están en la misma situación de un dominio público que no crecerá por varios años.

    El sentido de celebrar un día del dominio público es proteger a este patrimonio común del asedio de las corporaciones que aspiran a su privatización. La sociedad civil movilizada logró, en 2013, que en nuestro país no se aumente el plazo de copyright de las obras de 50 a 70 años después de la muerte del autor. Evitamos que un período de 20 años de dominio público se privatizara.

    Sin embargo, todavía tenemos un dominio público a medias, un dominio público pagante. Esto implica condicionar el ejercicio de un derecho de toda la sociedad, por la obligación de pagar una tarifa. Esta tarifa es cobrada por AGADU, la entidad recaudadora de derechos de autor, y tiene el mismo costo que el uso de obras en dominio privado. La recaudación es transferida al Estado, no sin aplicarle antes las comisiones administrativas de AGADU. Luego de este descuento, lo que le queda al Estado termina llegando a un conjunto de fondos públicos culturales con el objetivo de apoyar nuevas creaciones. Sin embargo, hay que tener presente que el principal usuario del dominio público es el propio Estado, a través del uso de obras clásicas por parte de las orquestas, coros y elencos de ópera, danza y teatro. Cada vez que se ejecuta la música de El Cascanueces en el Ballet Nacional del Sodre, es el Estado quien abona a AGADU por el uso del dominio público pagante, aunque Chaikovski haya muerto en 1893. Ese dinero vuelve al Estado (después de descontar el mencionado costo administrativo), y desde ahí se vuelca a algunos fondos culturales. Pero estos fondos no se alimentan únicamente del dominio público pagante; la mayor parte de los recursos para el incentivo de la cultura en nuestro país, proviene del presupuesto nacional. De hecho, como hemos visto, incluso la mayor parte de lo recaudado por dominio público proviene del presupuesto del mismo Estado, aunque podría llegar de una forma más directa a los fondos culturales, sin pagar peaje al pasar por AGADU.

    En 2018 entran en dominio público en Uruguay las obras de autoras y autores que fallecieron en 1967. Del ámbito internacional podemos contar a Violeta Parra, el Che Guevara, John Coltrane, Carson McCullers, René Magritte, Dorothy Parker, Robert Oppenheimer, Anthony Mann, Zinaida Serebriakova, Edward Hopper y Tudor Arghezi, entre muchos otros. Del ámbito nacional: Horacio Arredondo, Josefina Lerena Acevedo de Blixen, Enrique Casaravilla Lemos, Ricardo Aguerre y Andrés Feldman, entre otros. Les estaremos dando la bienvenida al dominio público 20 o más años antes que en otros países. Sin embargo, para muchos usos de estas obras, habrá que pagar una tarifa directamente a AGADU, como se venía haciendo cuando estaban en dominio privado. Otros usos, si es que son exonerados del pago por el Consejo de Derecho de Autor del MEC, podrán realizarse libremente.

    Para una celebración plena del día del dominio público, debemos exigir que esta tarifa, tan rara como injusta, sea eliminada. El resultado será un acceso más amplio y democrático a las obras que ya cumplieron el largo plazo de exclusividad establecido por la ley. Obras que podrán generar nuevas obras y tener nuevas vidas en formato analógico o digital, y en todos los que estén por venir.

    Información de interés sobre dominio público:
  • La cultura libre no es una filosofía

    La cultura libre no es una filosofía

    De un tiempo a esta parte, siento que la tarea de quienes militamos por la cultura libre se encuentra con una dificultad: la generalización de la cultura libre como una «filosofía» o una «actitud» que se lleva a distintos ámbitos de la vida.

    Ilustración del post por Cristóbal Schmal. Fuente: Flickr, licencia CC BY-NC.

    Tal vez esto suena a una resistencia a que el concepto se popularice entre no-militantes sin iniciación, y así se desdibuje o se «bastardee». Nada más lejos de lo que quiero decir. Por el contrario, soy muy partidiaria de la apropiación social de cualquier idea, sobre todo de aquellas ideas por las cuales milito. Y si la idea de cultura libre se transfiere a cada vez más sectores y prácticas, no me voy a quejar, al contrario, eso me parece una gran noticia, señal de que algo estamos haciendo bien. Pero la dificultad, como toda vez que eso sucede en cualquier ámbito, está en transferir efectivamente, junto con la idea, las consecuencias prácticas concretas que quiero que tenga esa idea. No me refiero a que la idea se mantenga «pura», sino a que su diseminación lleve a transformaciones concretas, reales, en el mundo. Que para eso militamos.

    ¿Es la cultura libre tu filosofía?

    Cuando decís que tu filosofía es la de la cultura libre, seguramente querés decir que no te molesta compartir los recursos inmateriales que tenés a disposición: conocimientos, información, ideas, obras, software, etc. Es posible que quieras llevar esta premisa también a los recursos materiales para compartir espacios, máquinas, herramientas, tierra, semillas, etc. E incluso extenderla a tus relaciones, significando con esto que tu filosofía es la de la apertura, horizontalidad, disposición a colaborar y a poner en común redes de vínculos y capital social. Y está muy bien. Todo esto es parte de lo que el movimiento de cultura libre quiere lograr.

    Para alcanzar estos objetivos con efectividad en un mundo donde la propiedad privada de todos esos recursos es todavía una institución hegemónica y las barreras de acceso por clase, género y raza están vigentes, hay que cuestionar esa propiedad y esas barreras. Y hay que cuestionarlas batallando, porque no será de manera amable que quienes concentran la propiedad, ya sea de los recursos materiales como inmateriales, estén dispuestos a renunciar a sus privilegios.

    Aunque me interesa cuestionar la propiedad privada de los recursos en todas sus dimensiones, en el ámbito específico de la cultura, las relaciones de propiedad funcionan a través de una regulación que crea monopolios artificiales sobre bienes intangibles (que son imposibles de cercar como si fuesen un campo, justamente por su naturaleza inmaterial). Este artificio se llama «propiedad intelectual» y es un gran saco en el que se meten muchas cosas disímiles que tienen distintas regulaciones: las patentes, el copyright, las marcas y otras «protecciones» que en realidad son restricciones sobre la circulación y uso social del patrimonio cultural y del progreso científico y tecnológico. Como es sabido, son mayormente corporaciones de países desarrollados quienes concentran la propiedad intelectual y trabajan sin descanso por una regulación cada vez más restrictiva, de acuerdo a sus intereses económicos.

    De la filosofía a la práctica

    Si esa propiedad intelectual concentrada en pocos actores es algo que te choca, y si te cabe más la cultura común y compartida, tenés que entender que acá hay más que una bonita idea con la que estar «filosóficamente» de acuerdo. Si tu filosofía es la de la cultura libre, tenés que entender que las regulaciones de propiedad intelectual actúan más allá de tus deseos y buenas intenciones. Si tu intención es «ser cultura libre», entonces tus obras también tienen que serlo. Pero ¿sabías que toda obra autoral nace con copyright desde el primer momento, sin necesidad de hacer ningún registro? Para practicar entonces tu filosofía del compartir, tenés que empezar por liberar tus propios trabajos creativos de las restricciones del copyright por defecto.

    Y es que, más allá de cualquier metáfora o equivalencia de sentido, hay una muy clara, práctica y concreta “definición de trabajos culturales libres”. Según esta definición, “libre” significa:

    • la libertad de usar el trabajo y disfrutar de los beneficios de su uso
    • la libertad de estudiar el trabajo y aplicar el conocimiento adquirido de él
    • la libertad de hacer y redistribuir copias, totales o parciales, de la información o expresión
    • la libertad de hacer cambios y mejoras, y distribuir los trabajos derivados

    Podemos llevar estas libertades a muchos ámbitos de la vida, pero en el ámbito de las obras culturales su significado es muy concreto y se hace efectivo a través del licenciamiento libre de las obras y de su puesta a disposición del público facilitando, o al menos no obstaculizando, las vías de acceso gratuitas. No alcanza con subir tus obras a Internet, ni con decirle a un par de personas allegadas que pueden copiar, o «inspirarse» en tu trabajo (algo que por otra parte, pueden hacer, porque la propiedad intelectual no controla la inspiración). Tampoco es suficiente con poner en algún lugar de los créditos de la obra una licencia Creative Commons, si mantenés la versión digital guardada en algún lugar privado o de acceso restringido.

    Pero además de licenciar obras propias y compartirlas, es importante apoyar cambios a la ley de derecho de autor a favor del acceso a la cultura. Porque aunque nos pongamos de acuerdo entre mucha gente convencida y dispuesta a brindar acceso a sus obras, es necesario que el acceso se convierta en derecho efectivo de todas las personas a través de un conjunto amplio de excepciones al régimen monopólico de derecho de autor.

    Cuando asumís la cultura libre como una «filosofía» que podés llevar a cualquier ámbito de la vida, la gracia está en que también asumas lo que eso conlleva. No es un slogan que se dice para apoyar una causa. Es una actividad que se practica y una causa que se milita. Tal vez, por algún motivo, la práctica de la cultura libre te genere dudas o tengas dificultades para instrumentarla. Pero la forma de resolver las dudas y superar los obstáculos es buscando información o preguntando, porque no hay comunidad más dispuesta a compartir conocimientos y experiencia que la comunidad de la cultura libre.

    La cultura libre es más que una filosofía. En realidad, no es una filosofía, es una práctica concreta. Si queremos trasladarla y generalizarla, y hasta tomarla como inspiración o ejemplo en otros ámbitos, la mejor forma es empezar por practicarla de forma consistente en su ámbito específico, que es la socialización de la cultura y del conocimiento. Porque la cultura libre, en definitiva, sirve para un fin muy concreto: crear un fondo común de cultura compartida. Solo así la cultura libre se traduce en transformaciones reales, generales y perdurables.

  • El arte contemporáneo y la otra mitad del camino, a partir de la obra de Agustina Quiles

    El arte contemporáneo y la otra mitad del camino, a partir de la obra de Agustina Quiles

    Una pintura abstracta reaccionará ante usted, si usted reacciona ante ella. Conseguirá de ella lo que usted le aporte. Se encontrará con usted a mitad de camino, pero no más allá. Está viva si usted lo está. Representa algo, tanto como usted. USTED, SEÑOR, ES UN ESPACIO, TAMBIÉN. (Ad Reinhardt).

    Después de cinco columnas publicadas en La Diaria (1, 2, 3, 4, 5) en torno a la obra Sin título, de Agustina Quiles, premiada en el concurso de pintura del Banco Central de Argentina 2016, el análisis se fue enriqueciendo, dejando atrás el tono indignado con el que todo empezó. Sin embargo, después de leer las distintas columnas me llamó la atención que finalmente ninguna hablara demasiado de la obra y que todas se concentraran bastante en La Fuente, de Duchamp, como punto de comparación para el análisis.

    Duchamp en 1917 compró un urinario, lo dio vuelta, lo firmó R. Mutt y lo presentó a un jurado del que él mismo formaba parte. Pero la obra de Quiles de 2016 no es un readymade ni otro tipo de obra conceptual. La artista no presentó un trapo firmado al concurso. Se trata de una pintura.

    Se me ocurre que la polémica sobre esta pintura, si vamos a analizarla como parte de un fenómeno supuestamente rupturista o vanguardista, habría que emparentarla con toda la historia de rupturas que tiene la pintura. Es más justo buscarle la vuelta a partir de Cézanne que de Duchamp. O tal vez retomar los debates desencadenados en la mitad del siglo XX con el expresionismo abstracto. Y aunque en mi post anterior yo también hablé un poco de Duchamp, en definitiva, creo que se podría mirar la pintura de Quiles con menos Duchamp y con más Pollock en mente. No quiero decir que sus obras son parecidas a las de Pollock, pero podría pensarse que fueron realizadas con algo de la técnica del action painting, una forma de pintar que incorpora fuertemente el movimiento y los gestos corporales del artista. Tal vez las roturas son producto de la fuerza que se ejerce sobre el material al pintar.

    En todo caso, como no soy una experta y no vi la obra en vivo, no puedo hacer un análisis muy esclarecedor. Pero tal vez puedo aportar algunas observaciones a otros internautas que lleguen hasta acá buscando información. Lo hago a partir de datos e ideas que fui encontrando en el debate que se dio en las redes o que se desprenden de la propia obra. Porque ustedes, que leen esto, seguramente tampoco sean expertos en arte ni tengan la obra enfrente. Así que hagamos el ejercicio de considerar algunas cosas para, aunque sea, dejar de lado temporalmente el escepticismo.

    1) Es una obra medianamente grande: mide 192 x 147 cm., bastante más que un trapo Ballerina. Tal vez para terminar de apreciarla, habría que verla funcionando a su escala real en el espacio que ocupa.

    2) Es un óleo pastel y el color fue aplicado manualmente en una superficie grande y delicada, como es el papel de seda. Una recomendación básica para pintar con pasteles es trabajar con un papel grueso y resistente. Acá la artista tomó la decisión contraria y pintó sobre un material muy sensible que se rompe con la fuerza que se hace al pintar con esta técnica.

    3) Esta obra no tiene título, pero obras anteriores de la misma serie, como hizo notar un comentarista de este blog, tienen nombres como estos: «1.573 minutos», «2.720 minutos», «1.360 minutos». No se sabe, pero podría ser el tiempo que llevó ejecutar el trabajo, trazo a trazo. En todo caso, estos títulos pueden dar a entender que hay como un automatismo del cuerpo aplicando una capa de color insistentemente, a lo largo de un período de tiempo, sobre el papel de seda.

    4) Quiles viene trabajando en esta línea desde hace un tiempo, como se ve en su blog. Por algún motivo, que responde a sus experiencias y procesos de trabajo, fue achicando la paleta de colores al mínimo en cada obra, hasta llegar a estas superficies «casi» homogéneas. Pero que sin embargo, no lo son. Seguramente hay que mirarlas de cerca y captar los matices más sutiles y la incidencia de la luz en ellas, sin la intermediación del monitor.

    5) Lo último es una hipótesis no comprobada, pero interesante. Las roturas, según algún comentario que leí en Facebook, parece que van avanzando con el tiempo. Este podría ser un aspecto más conceptual: crear premeditadamente una pieza artística muy vulnerable a las condiciones externas, que se deteriora demasiado rápido, evitando toda protección (como un marco o un vidrio). Acá entra en juego la mente del espectador (tal como pasa en el arte conceptual en el sentido en que lo explica Sol LeWitt). Podemos empezar a asociar la obra con la fragilidad, lo efímero, lo perecedero, etc. En esta nota en Página 12 Gabriela Borrelli Azara dice que se asocia con la pobreza y la suciedad, lo cual llega a ser sumamente removedor.

    Para el final, dejo una galería de obras que seleccioné buscando por la web. Son obras que me parece que muestran distintas formas de trabajar con una paleta reducida, poquísimas formas y variedad de texturas con distintos materiales. No son todas pinturas, ni son representantes del expresionismo abstracto; hay de todo un poco. Porque como decía en el primer post, los artistas tienden a ser gente que varía, que experimenta. Y no se trata de una carrera loca por provocar el último shock mediático, sino un camino mucho, mucho más lento, que no sirve para correr los 100 metros llanos, y que se hace gracias a las trillas que van trazando las generaciones anteriores.

    La ilustración inicial de este post es una historieta de Ad Reinhardt, pintor abstracto quien a la vez investigó, enseñó y escribió sobre arte, con agudeza y sentido del humor. Este sencillo cómic sobre como entender el arte abstracto, también es válido para «entender» el arte contemporáneo: la obra solamente va a recorrer el 50% del camino y no más. La otra mitad, le corresponde al espectador.