Cuarto post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.
“Si el bien común tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común”.
Silvia Federici
Ambivalencias y contradicciones de la economía colaborativa
La investigadora catalana Mayo Fuster Morell en su ensayo “Una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica” afirma que una «característica de la producción colaborativa es su ambivalencia: puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, o surgir del más feroz corporativismo de corte capitalista.» En el libro «Comunes, economías de la colaboración», Marcela Basch discute sobre qué significa (y qué queremos que signifique) economía colaborativa: «Según quién lo diga, puede buscar representar un sistema de producción y consumo más justo y humano o la versión más extractiva del hipercapitalismo salvaje».
El economista Santiago Álvarez Cantalapiedra hace una crítica a la idealización de la economía colaborativa, y analiza las distintas desigualdades que genera o profundiza, entre las cuales «la desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida.» En efecto, la supuesta igualdad que ofrecen las plataformas para intercambiar todo tipo de bienes y servicios de forma horizontal e igualitaria, ha demostrado dar paso a un mercado libre para la contratación desregulada de trabajo precario (choferes, repartidores, cuidadoras), sin responsabilidad por ningún tipo de efecto social y ambiental (el ejemplo más notorio es AirBnb y su efecto sobre el acceso a la vivienda en ciertos barrios de distintas ciudades).
“Economía colaborativa” es una expresión polisémica y en disputa, que puesta frente a frente con otros conceptos, como economía de los comunes o economía solidaria, deja en evidencia que hay todo un campo de batalla semántico, reflejo de las tensiones generadas por el propio capitalismo en sus múltiples contradicciones.
¿Qué pasa si ponemos, frente a la economía colaborativa, el concepto de economía feminista? ¿Cómo se tensa y se subvierte el concepto?
La invisible dimensión de género
En el mismo ensayo citado al inicio, Mayo Fuster Morell hace notar la falta de perspectiva de género en el análisis de la economía colaborativa. Nos podríamos preguntar: ¿cuánto trabajo de cuidados y otras formas de trabajo no pago intervienen, pero permanecen invisibles, en la producción de bienes y servicios que son presentados como «colaborativos»? ¿El aspecto amable y sustentable de una economía compartida, no oculta formas de explotación, sumisión y subordinación que se sirven también de la desigualdad de género? Y es que la economía colaborativa puede ser tan androcéntrica como la economía a secas.
Pensemos, por ejemplo, en Uber, que a la vez que se presenta como una empresa que brinda oportunidades a las mujeres para desarrollar una actividad económica independiente, flexible, sin jefes ni horarios, genera una brecha salarial por la cual las mujeres cobran un 7% menos que sus colegas varones. Uber se desentiende de la responsabilidad por esta brecha, argumentando que su algoritmo es neutral, no distingue el género de la persona que conduce y, por lo tanto, no puede ejercer una discriminación salarial. Las culpables, entonces, serían las propias mujeres, porque le dedican menos tiempo a la actividad, lo hacen en las horas y zonas menos provechosas y manejan a menor velocidad, con lo cual no alcanzan fácilmente el estatus de conductoras «experimentadas».
Con este ejemplo, vemos que se hace necesario entender la articulación de la desigualdad de género con la precarización de la vida y el trabajo, que se manifiesta en estas grandes plataformas de la «sharing economy».
Hacia una economía feminista de los comunes
Trebor Scholz ha propuesto el cooperativismo de plataforma como una salida a las contradicciones de la economía colaborativa. En una síntesis muy escueta, la idea central es que existan muchos ubers y airbnbs, pero bajo el control democrático de usuarixs y trabajadorxs. Esta propuesta es mucho más cercana a la que se sostiene desde la cultura libre y también desde el ciberfeminismo, en cuanto a una producción, gestión y propiedad común de los bienes comunes digitales.
En estos modelos de economía de los comunes, no hay un «mercado libre» donde un consumidor individual pueda demandar y recibir ofertas de emprendedores individuales para beneficiarse de bienes gratuitos o baratos gracias a la tecnología moderna. Lo que implican estos modelos es la responsabilidad compartida en el cuidado y el tejido de redes para una economía procomunal, como la caracteriza Helene Finidori, entendiendo los comunes como objeto, práctica y resultado al mismo tiempo. Considerar solamente los resultados e ignorar los procesos puede tener como consecuencia comunidades carentes de resiliencia y ambientes no saludables para la colaboración, fenómenos que se observan hasta en los ejemplos más emblemáticos de cultura libre y colaborativa, como el software libre y la Wikipedia.
Un ejemplo de prácticas que articulan feminismo y procomún es el grupo de Facebook Mercada Feminista Uruguay. Aunque está en Facebook, no tiene tanta importancia, en principio, la plataforma utilizada. Porque la Mercada no es una plataforma, sino un tejido comunitario feminista. Importan más las dinámicas y los procesos que crean la Mercada, que la tecnología que eventualmente usan. Estos procesos no son proporcionados por la herramienta Facebook, sino que son propuestos y trabajosamente elaborados por las propias integrantes de la comunidad, que han establecido protocolos de comunicación, reglas de moderación, días y horarios de descanso para las moderadoras, entre otros elementos de construcción de comunidad. Las mujeres vienen generando este tipo de prácticas comunitarias desde hace siglos, en distintas comunidades y territorios. Como ejemplo tenemos el caso de las mujeres negras quilombolas en Brasil, que han tejido redes de cuidados y reproducción de la vida que perduran incluso luego de la migración a las ciudades (se puede leer una descripción de estas redes realizada por Bianca Santana, en el libro «Comunes, economías de la colaboración»).
No es extraño entonces que encontremos estas prácticas también en internet, que a pesar de la colonización corporativa, sigue siendo un espacio donde las mujeres nos encontramos para generar creaciones colectivas y organización. El siguiente paso es recuperar estos espacios fértiles para la colaboración, como Facebook y otras plataformas, para migrar nuestras prácticas de construcción de lo común a espacios que funcionen bajo nuestras propias reglas ciberfeministas, alterando «el sentido individualista, patriarcal y capitalista de las TIC”, como dicen Verónica Araiza Díaz y Alejandra Martínez Quintero en su artículo “Tejiendo lo común desde los feminismos: economía feminista, ecofeminismo y ciberfeminismo”.
La economía colaborativa, o mejor dicho, la economía de los comunes, desde un enfoque feminista, implica que los bienes físicos y digitales que necesitamos para la vida (para un «buen vivir», es decir, una vida que merezca ser vivida) también son producidos a través de prácticas sociales y culturales que hacen sostenible esta producción, que no es solamente económica, sino también social y afectiva. Citando a la economista feminista Amaia Pérez Orozco, es necesario «desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización del capital a los procesos de sostenibilidad de la vida».
Pero poner en el centro la sostenibilidad de la vida no es una «cuestión de mujeres» como encargadas «naturales» de la reproducción. La sostenibilidad de la vida es una construcción política feminista, que el feminismo está poniendo en agenda, y que está estrechamente relacionada con la sostenibilidad de los comunes.
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