Categoría: Feminismo

  • ¿Creatividad o propiedad?

    ¿Creatividad o propiedad?

    * Charla brindada el 27 de septiembre de 2019 en CreativeMornings Montevideo.

    Cuando pensamos de dónde viene la creatividad, usamos esta palabra: «inspiración». Según la mitología griega, la inspiración viene de las musas, deidades que literalmente les dictaban los versos a los poetas. De esa imagen mítica todavía nos queda la idea de que la inspiración es un requisito indispensable para crear, y que la capacidad de creación es el privilegio de algunas personas a las que «les llega la inspiración», como si llegaran las musas a visitarles.

    Pero me gustaría empezar por la idea de que los poetas griegos, al invocar a las musas, les pedían ayuda para recordar, es decir, les pedían acceso a una memoria colectiva. Seguramente que en épocas de transmisión oral, a las musas se les atribuía ese papel clave de almacenar el repertorio de historias colectivas y reproducirlas por boca del poeta: «canta, oh Diosa», así empieza la Ilíada. Es decir, el poeta iba a reproducir, con palabras propias, algo que no le era propio, que no era de su propiedad, sino que venía del acervo colectivo, de la tradición, los mitos y las leyendas.

    Hoy, que ya tenemos medios tecnológicos de almacenamiento y reproducción para acceder a casi cualquier creación del intelecto, nos hemos olvidado bastante de que la inspiración tiene mucho que ver con el acceso a la memoria, a algo que nos antecede y que perdura a través de lo que creamos, pero que no nos pertenece del todo. Que toda creación tiene un componente propio, pero también uno adquirido, tomado de algún otro lado.

    Precisamente, la madre de las nueve musas griegas clásicas es Mnemósine, la personificación de la memoria. En la versión del mito original, las musas son las tres hermanas Meletea, Mnemea y Aedea, que trabajan en equipo. Según Wikipedia en español:

    Meletea (la meditación) es la musa del pensamiento, de las ideas que se forman en la mente y que después se van a ver representadas en la obra.

    Mnemea (la memoria) es la musa de la creación en sí, la encargada de darle forma concreta a las ideas abstractas que se plasman en lo que el poeta hace. Mnemea recuerda y fija los pensamientos propiciados por Meletea.

    Aedea (el canto) es la musa de la ejecución de la obra artística. Se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar lo que anteriormente su hermana Mnemea ha escrito. Representa el momento en el que una obra de arte es utilizada.

    Es muy útil este mito para entender la complejidad de la creación intelectual, porque nos enseña que en toda obra hay tres momentos. Y esto me pareció interesantísimo, porque las leyes que hoy regulan los derechos que existen sobre las obras, tienen que ver con esos tres momentos marcados por las tres musas.

    Primero tenemos las ideas abstractas, el mundo de Meletea. ¿Ustedes creen que se puede «poseer» una idea? Si las ideas aparecen en la mente, ¿no son algo absolutamente personal? Bueno, la cuestión es que no podemos apropiarnos de una idea, así sin más, porque en realidad lo más probable es que ni siquiera seamos los primeros en haberla pensado. Las conceptos, los argumentos, las notas musicales, las palabras, los números, los hechos que sabemos: son todas nociones comunes de la mente humana que nadie se las puede apropiar. Por eso pertenecen a lo que se conoce como dominio público. El derecho de autor no alcanza a una idea en estado puro. En todo caso, si la idea pudiera llegar a aplicarse a una invención útil, y si es realmente original, pero original POSTA, podríamos aspirar a la protección de una patente, después de un proceso de examen de esa posible aplicación de la idea por parte de una oficina de patentes. Pero este es un régimen muy específico. Y además el fundamento de que se establecieran las patentes fue incentivar a que esas ideas innovadoras y potencialmente aplicables a algo útil, se compartieran, en lugar de ser secretas. Pero quédense con esta idea en términos generales: la propiedad exclusiva sobre una idea podría ser una cosa muy complicada de adjudicar con certeza y bastante desaconsejable. ¿Por qué? Porque realmente limitaría la capacidad misma de imaginar y concretar después eso que imaginamos. Si todo el tiempo tuviera miedo de que una idea que se me ocurre hoy a mí, ya se le ocurrió a alguien antes y por lo tanto le pertenece a otro y no la puedo decir sin su permiso, ni llevarla a una expresión tangible, me vería extremadamente limitada en mi libertad de expresión.

    Esto me lleva a nuestra segunda musa, Mnemea, la que plasma esas ideas abstractas en una forma concreta, una forma expresada en algún medio tangible, como un texto escrito, una foto, una grabación sonora, una pintura. Este es el mundo del proceso de creación. Pero como vimos antes, Mnemea es la memoria. Toma esas ideas abstractas -que aparecen en la mente de una persona, pero que como vimos, vienen del dominio público, del acervo común- y las «recuerda» o quizás podríamos decir que las «remixa», las ensambla en una disposición nueva, para llevarlas a un modo de expresión que tendrá una parte única y original. Yo diría que nunca totalmente nueva, pero sí lo suficiente como para reconocer ciertos rasgos que podemos llamar propios de un autor o autora. Ahí es donde entra la libertad creativa. Pero también es ahí donde, una vez que la obra la damos por terminada, aparece el derecho de autoría. Este sí es el mundo de la llamada «propiedad intelectual». Los griegos no tenían propiedad intelectual, este es un invento moderno, y tiene que ver con la aparición de medios masivos de difusión de las obras, como la imprenta. Al principio, esta propiedad intelectual era más bien un monopolio concedido al impresor para imprimir libros. Era un derecho «de imprenta», muy ligado a la censura y al control que las monarquías, en Europa y en sus dominios coloniales (incluyendo el territorio que hoy se conoce como Uruguay), ejercían sobre la difusión de las ideas. Con el paso del tiempo, la propiedad intelectual se convirtió en un control de las industrias culturales (sellos, estudios, medios de comunicación, editoriales, etc.) para la protección de sus inversiones. Piensen en las películas, donde al final dice que «se prohíbe la copia, distribución, proyección, etc, etc» sin la autorización de los propietarios del copyright, y que eso está penado por la ley.

    Todo lo anterior me lleva a la tercera musa, Aedea, que tiene que ver con todo lo que pasa después de la creación de la obra: cuando es cantada, tocada, ejecutada, representada… Y tomando en cuenta los medios masivos de difusión, el mundo de Aedea incluye la impresión, la digitalización, la transmisión, etc. Es en este nivel donde realmente actúan los derechos de propiedad intelectual, porque son los titulares de esos derechos quienes tienen, inicialmente, el derecho a prohibir o permitir estos usos de las obras. Cada uno de esos usos, en cada uno de los casos. Generalmente, los autores ceden estos derechos a sus editores o sellos, y por lo común quienes ejercen esos derechos son quienes tienen los medios para la difusión masiva. Pero con la llegada de nuevos medios domésticos, como la videograbadora, la fotocopiadora, la computadora, Internet… también el público, las personas usuarias de cultura, se convirtieron en un agente de difusión de la cultura. Es más, todos estos medios también les dieron una mayor independencia a los creadores para la difusión de sus obras. Y acceso a un montón de inspiración, acceso a una inmensidad de memoria colectiva acumulada para usar, recrear y compartir.

    Aquí es donde empiezan a surgir un montón de conflictos, porque la creatividad y la propiedad empiezan a chocar de una forma cada vez más evidente. Las leyes de propiedad intelectual, por un lado, se endurecen, abarcan más tipos de obras, más derechos exclusivos, por un plazo cada vez mayor. Pero al mismo tiempo, su vigencia en la vida real, en el mundo en donde las obras se usan, es prácticamente imposible. El solo hecho de navegar por una página web hace que se copien textos, imágenes, documentos, videos, aunque sea temporalmente, en nuestras computadoras o celulares. Y eso es una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Textual. Lo dice nuestra propia ley de derechos de autor.

    Ante este problema, surge el movimiento de cultura libre, las prácticas del copyleft y las licencias Creative Commons, a principios de los 2000. La disyuntiva que vienen a solucionar es la siguiente: si yo, como autora, titular de derechos exclusivos, quiero simplemente compartir mi obra con el mundo entero, sin que me tengan que pedir permiso cada vez, ¿cómo puedo hacer esto posible? La respuesta es dar un permiso por anticipado, simple, que todo el mundo entienda y reconozca. Así surgieron estos íconos, que quizás los hayan visto al pie de algunas páginas web.

    Millones de obras bajo estas licencias son compartidas por sus autores y usadas libremente, principalmente a través de Internet. Creative Commons significa «comunes creativos», y su objetivo es «hackear» los principios de la propiedad intelectual no para proteger un patrimonio privado, sino para fomentar un banco común de creaciones compartidas, útiles y reutilizables por cualquiera. Es una forma de democratizar la información y el conocimiento.

    Pero tarde o temprano, el destino de toda obra autoral, tanto de las que tienen copyright como de las que tienen licencias Creative Commons, es llegar al dominio público. Es decir, al patrimonio común. El derecho de propiedad intelectual no es, ni mucho menos, infinito. Aunque sí es largo: caduca 50 años después de la muerte del autor en Uruguay. Es de por vida, y puede llegar a abarcar una y hasta dos generaciones de herederos. Hoy hay un proyecto de ley, al que nos oponemos, para extenderlo todavía más: a 70 años después de la muerte del autor. Pero siempre, tarde o temprano, quizás más tarde que temprano, las obras llegan al dominio público, un lugar donde las musas pueden ir a buscar material que alimente el pensamiento, la creatividad y el disfrute cultural.

    Quiero terminar con una cosa más, y es un comentario acerca del hecho de que las musas sean mujeres. Se las ve en las pinturas, generalmente con poca ropa o desnudas, al lado de un artista hombre. Un hombre trabajando en solitario, al que una musa inspiradora alienta suavemente sin pedir nada a cambio, ni siquiera atribución por su trabajo. Esta imagen encierra muchos mitos creados por la modernidad y que todavía dominan el mundo de la cultura: la figura del genio solitario, el rol de la mujer no como creadora, sino desde un lugar auxiliar, casi convertida en un objeto sexual que «inspira» al artista. La creatividad como propiedad también es una idea occidental que tiene que ver con este mito del genio varón inspirado. Es además una noción muy diferente a las prácticas de compartir cultura y conocimiento de los pueblos indígenas en los territorios que fueron colonizados por esa cultura europea. Por lo tanto, también hay un mito patriarcal y colonial en la propiedad intelectual que deberíamos deconstruir.

    Mujer de la antigua roma tomando una tabla de cera con la mano izquierda y un lápiz con la mano derecha, que apoya en su boca con un gesto pensativo.
    Mujer con tabla de cera y lápiz. También llamada «Safo». Museo Arqueológico de Nápoles. Fuente: Wikimedia Commons.

    Así que les dejo pensando con esta imagen, que no es una musa, aunque se podría parecer a Mnemea. Podría ser ella misma una poeta; a veces se dice que es un retrato de Safo, pero en realidad no se sabe bien quién es. Se sabe que vivió en Pompeya, donde se encontró el retrato pintado en un mural, y que al parecer tenía acceso a medios de escritura. Y acceso al conocimiento, a la posibilidad de educarse. Sin un acceso democrático a todas estas cosas, ¿qué musas nos pueden venir a visitar?

  • Violencias machistas, responsabilidad ética y afectiva en los colectivos militantes

    Violencias machistas, responsabilidad ética y afectiva en los colectivos militantes

    Fuente de la imagen: Banco de imágenes de Fundación Karisma. CC BY-SA.

    En los movimientos sociales y los colectivos militantes cuesta pasar de la idea «políticamente correcta» de que hay que desterrar las prácticas machistas, a asumir realmente nuevas formas de relacionarnos. Formas más igualitarias, que cuestionen prácticas profundamente arraigadas durante años.

    Admitir que esas prácticas todavía existen se hace muy difícil, porque lo políticamente correcto sería que no estuvieran, ya que somos movimientos de justicia social y estamos supuestamente contra la opresión. Los líderes de movimientos sociales y partidos de izquierda no pueden negar frontalmente la necesidad de alcanzar la igualdad de género, pero siguen perpetuando y permitiendo prácticas machistas violentas, aunque no de forma admitida. A pesar de que nos declaremos antirracistas y antipatriarcales, las prácticas de discriminación y violencia perviven de forma oculta, no por un código explícito, sino por acuerdos tácitos. ¿Qué organización podría lanzar la primera piedra y decir que es un espacio seguro, inmune al machismo y a toda forma de violencia? Es que los abusos y violencias realmente existen en todas las comunidades y colectivos, y ni de lejos quedan exceptuados los grupos orientados a la justicia social y la igualdad.

    En estos últimos años de una nueva marea feminista, frente a las malas conductas, violencias y abusos, han aparecido las denuncias públicas y los «escraches». Cuando surge uno de estos escraches, lo más probable es que antes se le haya negado la escucha, el apoyo y la aspiración de justicia a las personas abusadas. Cuando los abusos se conocen, se destapa no solo la práctica, sino la hipocresía de haberla mantenido oculta, no reconocida, pero vigente. Suelen existir tantos mecanismos para silenciar la disconformidad y la denuncia, que sacarlas a la luz a menudo va acompañado de una situación escandalosa que rápidamente entra en conocimiento de muchas personas y se hace pública.

    La presión social ante estas situaciones de escándalo muchas veces termina promoviendo una reacción punitiva: el castigo. Cuando el castigo es la única y tardía herramienta, en un contexto social cada vez más punitivista, se convierte en un recurso extremo. Cuando se aplica, el castigo es durísimo: implica apartar al compañero, cancelarlo. A veces ponerlo en manos de una justicia patriarcal que generalmente no cuenta con mecanismos restaurativos ni propuestas para la rehabilitación. El punitivismo nos hace dejar de ver al perpetrador de violencia como a una persona. Pasa a ser una suerte de monstruo incomprensible y hasta cierto punto, un caso excepcional, fuera de la norma, de la normalidad.

    Pero no debemos olvidar que nuestra «normalidad» es patriarcal y que esa normalidad normaliza prácticas violentas, desde las más explícitas, pasando por todo un rango menos evidente y de distintos niveles de intensidad. Entonces, cuando el castigo es la única respuesta, solo un conjunto muy delimitado y claro de hechos se pone a consideración como violencia punible. ¿Fue técnicamente una violación, o no? ¿Hubo golpes, lesiones físicas? ¿Era realmente menor de edad? Quedan afuera las violencias más cotidianas, los micromachismos, todo aquello que no son golpes pero que también duele, daña y perpetúa la desigualdad de género, la discriminación y la marginación. Estas violencias quedan en una arena que no se puede juzgar, a veces ni siquiera abordar, de manera colectiva.

    Creo que, para entender y enfrentar estas violencias en los colectivos, debemos evitar el marco punitivista que implica que prácticamente la única opción para que las personas reporten las violencias sea la denuncia formal, incluso en el ámbito penal. Todo lo que no entra en ese marco, lo dejamos afuera, no lo consideramos como un problema colectivo, sino interpersonal, que tendrán que resolver privadamente las partes involucradas, como si el colectivo no tuviera nada que ver con las condiciones en que emerge esa violencia. Es parte de lo privado, se maneja a nivel «personal» dando lugar a que fácilmente se pueda culpabilizar a quienes la sufren porque «no se saben defender», «no saben poner límites» o no son lo suficientemente fuertes o luchadoras. Este es el marco ideal para que abusadores desplieguen estrategias como el gaslighting que perpetúan la situación sin que nada cambie.

    Si en nuestros colectivos no se va a hablar ni a tratar la violencia más que en sus manifestaciones más evidentes, y solamente con respuestas punitivas, no dejamos lugar para la responsabilidad ética y afectiva. ¿Pueden nuestras comunidades y colectivos de algún modo abrir otro tipo de procesos para tratar con la violencia machista interna? Si logramos involucrarnos y hacernos responsables por las violencias que ocurren en nuestro seno, en lugar de dejar toda la responsabilidad en las instituciones punitivas, las leyes y los reglamentos, quizás podemos encontrar formas más satisfactorias de resolver los conflictos, tanto para las víctimas de las malas conductas, como para los perpetradores, como para la comunidad en su conjunto. Ojo, quizás en este camino, vamos a tener que bajar de su pedestal a algunos «héroes» de la justicia social, para exigirles que admitan y se hagan responsables por su violencia. Pero de nada sirve exiliarlos de a uno, como mártires, para que algo cambie sin que al final nada cambie.

    La crítica feminista es la única herramienta de análisis y praxis política para transformar esta realidad en nuestros colectivos. Debe ser incorporada en nuestra formación política, en lugar de ser estigmatizada como una forma de persecución o una búsqueda de revancha. Lo primero que tenemos que hacer es trabajar en un análisis feminista crítico de todo el espectro de conductas tóxicas y violentas. Denunciar que un compañero tiene conductas machistas no implica necesariamente llevar adelante un escrache. Implica exigir un análisis grupal sobre esas conductas, ponerlas en cuestión, desplegar estrategias comunitarias para desalentarlas. Y sobre todo, implica pedirles, a esos compañeros cuestionados, una respuesta de responsabilización, en lugar de ser reactivos a nuestras demandas de profunda autocrítica y cese de sus conductas violentas.

    Los colectivos y comunidades que carecen de protocolos para definir qué conductas y prácticas políticas queremos, cuáles explícitamente no queremos, y cuál es el ambiente en el que aspiramos que se desarrolle nuestra militancia y convivencia, no pueden abordar adecuadamente estas situaciones. Sin protocolos y procesos colectivos, lo que queda es el miedo y el silenciamiento cómplice o, en el otro extremo, la búsqueda de culpables y castigos, sin encontrar caminos intermedios para sanar colectivamente y evitar la repetición de la violencia.


    Este post surge de algunas experiencias personales y colectivas, así como de reflexiones sobre casos públicos recientes. Pero sobre todo, me han resultado muy iluminadoras algunas lecturas que quiero compartir:

  • Una economía feminista de los comunes

    Una economía feminista de los comunes

    «Sharing economy» por Irene Rinaldi. CC BY-NC.

    Cuarto post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    “Si el bien común tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común”.

    Silvia Federici

    Ambivalencias y contradicciones de la economía colaborativa

    La investigadora catalana Mayo Fuster Morell en su ensayo “Una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica” afirma que una «característica de la producción colaborativa es su ambivalencia: puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, o surgir del más feroz corporativismo de corte capitalista.» En el libro «Comunes, economías de la colaboración», Marcela Basch discute sobre qué significa (y qué queremos que signifique) economía colaborativa: «Según quién lo diga, puede buscar representar un sistema de producción y consumo más justo y humano o la versión más extractiva del hipercapitalismo salvaje».

    El economista Santiago Álvarez Cantalapiedra hace una crítica a la idealización de la economía colaborativa, y analiza las distintas desigualdades que genera o profundiza, entre las cuales «la desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida.» En efecto, la supuesta igualdad que ofrecen las plataformas para intercambiar todo tipo de bienes y servicios de forma horizontal e igualitaria, ha demostrado dar paso a un mercado libre para la contratación desregulada de trabajo precario (choferes, repartidores, cuidadoras), sin responsabilidad por ningún tipo de efecto social y ambiental (el ejemplo más notorio es AirBnb y su efecto sobre el acceso a la vivienda en ciertos barrios de distintas ciudades).

    “Economía colaborativa” es una expresión polisémica y en disputa, que puesta frente a frente con otros conceptos, como economía de los comunes o economía solidaria, deja en evidencia que hay todo un campo de batalla semántico, reflejo de las tensiones generadas por el propio capitalismo en sus múltiples contradicciones.

    ¿Qué pasa si ponemos, frente a la economía colaborativa, el concepto de economía feminista? ¿Cómo se tensa y se subvierte el concepto?

    La invisible dimensión de género

    En el mismo ensayo citado al inicio, Mayo Fuster Morell hace notar la falta de perspectiva de género en el análisis de la economía colaborativa. Nos podríamos preguntar: ¿cuánto trabajo de cuidados y otras formas de trabajo no pago intervienen, pero permanecen invisibles, en la producción de bienes y servicios que son presentados como «colaborativos»? ¿El aspecto amable y sustentable de una economía compartida, no oculta formas de explotación, sumisión y subordinación que se sirven también de la desigualdad de género? Y es que la economía colaborativa puede ser tan androcéntrica como la economía a secas.

    Pensemos, por ejemplo, en Uber, que a la vez que se presenta como una empresa que brinda oportunidades a las mujeres para desarrollar una actividad económica independiente, flexible, sin jefes ni horarios, genera una brecha salarial por la cual las mujeres cobran un 7% menos que sus colegas varones. Uber se desentiende de la responsabilidad por esta brecha, argumentando que su algoritmo es neutral, no distingue el género de la persona que conduce y, por lo tanto, no puede ejercer una discriminación salarial. Las culpables, entonces, serían las propias mujeres, porque le dedican menos tiempo a la actividad, lo hacen en las horas y zonas menos provechosas y manejan a menor velocidad, con lo cual no alcanzan fácilmente el estatus de conductoras «experimentadas».

    Con este ejemplo, vemos que se hace necesario entender la articulación de la desigualdad de género con la precarización de la vida y el trabajo, que se manifiesta en estas grandes plataformas de la «sharing economy».

    Hacia una economía feminista de los comunes

    Trebor Scholz ha propuesto el cooperativismo de plataforma como una salida a las contradicciones de la economía colaborativa. En una síntesis muy escueta, la idea central es que existan muchos ubers y airbnbs, pero bajo el control democrático de usuarixs y trabajadorxs. Esta propuesta es mucho más cercana a la que se sostiene desde la cultura libre y también desde el ciberfeminismo, en cuanto a una producción, gestión y propiedad común de los bienes comunes digitales.

    En estos modelos de economía de los comunes, no hay un «mercado libre» donde un consumidor individual pueda demandar y recibir ofertas de emprendedores individuales para beneficiarse de bienes gratuitos o baratos gracias a la tecnología moderna. Lo que implican estos modelos es la responsabilidad compartida en el cuidado y el tejido de redes para una economía procomunal, como la caracteriza Helene Finidori, entendiendo los comunes como objeto, práctica y resultado al mismo tiempo. Considerar solamente los resultados e ignorar los procesos puede tener como consecuencia comunidades carentes de resiliencia y ambientes no saludables para la colaboración, fenómenos que se observan hasta en los ejemplos más emblemáticos de cultura libre y colaborativa, como el software libre y la Wikipedia.

    Un ejemplo de prácticas que articulan feminismo y procomún es el grupo de Facebook Mercada Feminista Uruguay. Aunque está en Facebook, no tiene tanta importancia, en principio, la plataforma utilizada. Porque la Mercada no es una plataforma, sino un tejido comunitario feminista. Importan más las dinámicas y los procesos que crean la Mercada, que la tecnología que eventualmente usan. Estos procesos no son proporcionados por la herramienta Facebook, sino que son propuestos y trabajosamente elaborados por las propias integrantes de la comunidad, que han establecido protocolos de comunicación, reglas de moderación, días y horarios de descanso para las moderadoras, entre otros elementos de construcción de comunidad. Las mujeres vienen generando este tipo de prácticas comunitarias desde hace siglos, en distintas comunidades y territorios. Como ejemplo tenemos el caso de las mujeres negras quilombolas en Brasil, que han tejido redes de cuidados y reproducción de la vida que perduran incluso luego de la migración a las ciudades (se puede leer una descripción de estas redes realizada por Bianca Santana, en el libro «Comunes, economías de la colaboración»).

    No es extraño entonces que encontremos estas prácticas también en internet, que a pesar de la colonización corporativa, sigue siendo un espacio donde las mujeres nos encontramos para generar creaciones colectivas y organización. El siguiente paso es recuperar estos espacios fértiles para la colaboración, como Facebook y otras plataformas, para migrar nuestras prácticas de construcción de lo común a espacios que funcionen bajo nuestras propias reglas ciberfeministas, alterando «el sentido individualista, patriarcal y capitalista de las TIC”, como dicen Verónica Araiza Díaz y Alejandra Martínez Quintero en su artículo “Tejiendo lo común desde los feminismos: economía feminista, ecofeminismo y ciberfeminismo”.

    La economía colaborativa, o mejor dicho, la economía de los comunes, desde un enfoque feminista, implica que los bienes físicos y digitales que necesitamos para la vida (para un «buen vivir», es decir, una vida que merezca ser vivida) también son producidos a través de prácticas sociales y culturales que hacen sostenible esta producción, que no es solamente económica, sino también social y afectiva. Citando a la economista feminista Amaia Pérez Orozco, es necesario «desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización del capital a los procesos de sostenibilidad de la vida».

    Pero poner en el centro la sostenibilidad de la vida no es una «cuestión de mujeres» como encargadas «naturales» de la reproducción. La sostenibilidad de la vida es una construcción política feminista, que el feminismo está poniendo en agenda, y que está estrechamente relacionada con la sostenibilidad de los comunes.

  • Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    “Cyborrrg antes que diosa”, poFlopi Aguirre / TEDIC. CC BY-SA

    Segundo post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    La violencia de género en línea es una manifestación más de la violencia estructural que enfrentamos las mujeres en la vida cotidiana. Es particularmente severa con las mujeres más visibles, críticas y contestatarias, como las activistas que denuncian al sistema patriarcal de manera más certera y efectiva. Es más cruda aún con mujeres negras, indígenas, lesbianas, trans y de otros grupos que sufren discriminación. Pero es una situación de la que no está libre ninguna mujer que levante un poco más la voz y que alcance cierto grado de visibilidad.

    A veces esta visibilidad se produce de manera súbita e inesperada: un tweet demasiado popular o una nota de Facebook que se viraliza y recibe cientos de comentarios, o quizás una foto o video que nunca quisimos compartir públicamente.

    En estos casos, puede pasar que quedemos expuestas a un ejército de trolls, sin más respaldo que nuestras propias palabras, a veces sin otra alternativa que el silencio y la autocensura. Cerrar tu cuenta o ponerle un candado para protegerla, desconectarse por un tiempo, borrar los contenidos «incómodos». Esas son las opciones. Punto para los trolls misóginos, que lograron callar a una mujer más.

    Hay enfoques que encaran este tema reclamando leyes para regular el denominado «discurso de odio» en Internet (ya alertamos sobre algunos riesgos de este enfoque en un post anterior). Otras propuestas se centran más en la autorregulación de los medios y proveedores de servicios online estableciendo sus propias reglas y métodos para monitorear el contenido ofensivo o las conductas conflictivas. Finalmente, otros enfoques hacen énfasis en el autocuidado, promoviendo que las usuarias minimicen los riesgos bajo el supuesto de que somos las usuarias las que tenemos que tener claros «los peligros de las redes» para no meternos en problemas.

    En esta ocasión voy a explorar otro enfoque, al que llamo «tecnopolítico», porque creo que permite reflexionar sobre las herramientas tecnológicas y sus implicancias en el discurso público de las mujeres en línea, buscando alternativas para tener una vida online más segura y satisfactoria, sin resignar nuestra libertad de expresión.

    Lo que tenemos hoy

    La infraestructura de comunicación online que hoy tenemos al alcance más fácilmente son las plataformas privadas centralizadas, como Twitter, Facebook o Instagram. Estas herramientas son utilizadas por muchísimas mujeres para expresarnos de las formas más diversas desde nuestras computadoras y teléfonos móviles. 

    A cambio, no solo entregamos nuestros datos personales a estas compañías, lo que ya compromete nuestra seguridad, sino que también quedamos casi completamente bajo sus reglas para gestionar nuestra expresión en línea, y esto nos hace más vulnerables a la violencia. Por ejemplo, es común que, al responder enojadas a comentarios provocadores de usuarios violentos, terminemos infringiendo las políticas de contenido de la plataforma y seamos vulnerables a una denuncia y posible cierre de nuestra propia cuenta, en lugar de la del violento. Lo cierto es que estamos bajo las reglas, el control y la tutela de una empresa privada de la que somos apenas clientes y que no nos da una participación real en el diseño de sus principios, códigos de conducta, reglas y funcionalidades

    Estas plataformas ofrecen herramientas bastante pobres para el autocuidado: configuraciones de privacidad con pocas opciones (a menudo solo queda optar entre cuenta pública o privada), bloqueo a usuarios o denuncia de contenidos agresivos. Además, lo habitual es que las empresas tengan incentivos económicos para adaptarse de forma conservadora a la legislación sobre contenidos e implementar mecanismos automáticos para evitar conflictos. Un ejemplo típico es la facilitad con que se eliminan imágenes «poco apropiadas» en Facebook, o se cierran canales en YouTube por supuestas infracciones de copyright.

    ¿Diseñamos las alternativas?

    Una opción posible, por supuesto, es desconectarse permanentemente. Utilizar Internet solamente para la comunicación personal, para el ámbito privado y no mucho más. Evitar la exposición, así como evitamos usar cierta ropa o transitar ciertas calles, o viajar «solas».

    Pero si empezamos a transformar los miedos en posibilidades y las críticas en acción, podemos convertir todo esto en demandas legítimas en torno a la comunicación online. ¿Qué debemos pedirle a una herramienta de comunicación, ahora que conocemos y hemos vivido los problemas de la violencia en línea? ¿Qué necesitamos para proteger la libertad de expresión de las mujeres (y de otros colectivos vulnerables)? Este es un listado inicial de ideas:

    – Una comunicación no centrada en las visualizaciones y reacciones como objetivo principal. Que el alcance de una publicación online no esté definido por algoritmos que evalúan la relevancia a partir de la popularidad. En lugar de eso, retomar una comunicación más orgánica, que no acelere ni frene la expresión mediante factores opacos y automatismos que no somos capaces de entender. Que la viralidad, si se produce, sea social y no propulsada por algoritmos.

    – Herramientas para dialogar con mayor autonomía. Esto implica que las usuarias tengamos mayor control sobre la publicación de respuestas y comentarios ante lo que decimos en la red. Nadie tiene la obligación de leer, o siquiera recibir, comentarios a todo lo que dice, de parte de cualquier persona (tal vez con excepción de aquellas personas que ocupan cargos de responsabilidad pública).

    – Un entorno digital saludable, que no secuestre nuestra atención. Somos más vulnerables a la violencia en línea cuando la tecnología nos mantiene en estado de alerta, atendiendo a cada notificación, movidas por llamados a la acción permanentes que nos exigen estar siempre chequeando qué pasó, contando lo último que hicimos (¿qué estás haciendo?, ¿qué estás pensando?) y respondiendo en tiempo real cada comentario. Las plataformas de redes sociales comerciales, con sus alarmas rojas notificando hasta lo más irrelevante, se pueden convertir en un ambiente tóxico y adictivo. Y eso no lo hacen a propósito para torturarnos, sino porque está estrictamente estudiado para ser más rentable y obtener de las usuarias la mayor cantidad de tiempo conectadas e interactuando.

    – Sin big data ni vigilancia como modelo de negocios. Necesitamos herramientas diseñadas para la protección de la privacidad, aunque en la actualidad las principales plataformas están hechas para todo lo contrario. No debería estar permitido que, al mismo tiempo que nos expresamos públicamente en línea con nuestros propios objetivos (políticos, artísticos, o del tipo que sea), estemos creando sin darnos cuenta perfiles publicitarios, antecedentes laborales, reputación crediticia e historiales con fines fuera del alcance de nuestra comprensión y consentimiento real. 

    – Anonimato y uso de seudónimos como derecho. Sin exigencias de dar un nombre real que deje desprotegida la identidad de las usuarias, haciéndolas más vulnerables a ser amenazadas por ejercer su libertad de expresión online.

    – Sin mecanismos de censura automatizados. Esto suele suceder cuando los algoritmos de las plataformas sociales «reconocen» un contenido inapropiado y limitan su alcance, lo ocultan o eliminan. Esto puede ahorrar tiempo y dinero en el control de contenidos violentos, pero se trata de una justicia privada, automatizada y generalmente conservadora. Se necesitan nuevas formas de control y de protección comunitaria, con reglas creadas por el consenso de las usuarias.

    – Que permita la portabilidad real de los datos, permitiendo migrar a otras plataformas, de manera que una usuaria no pierda sus contenidos si ya no está cómoda en una red determinada y desea mudarse. También debe estar inmediatamente accesible la opción de eliminar permanentemente los datos, si así lo desea.

    Puntos de partida

    Muchas de estas ventajas están disponibles para aquellas que utilizan un blog o un sitio web personal como medio de expresión online. De hecho, las redes sociales podrían entenderse como versiones acotadas y centralizadas de los blogs. 

    Un blog personal permite publicar de manera sencilla e instantánea, haciéndole llegar una notificación a quienes nos siguen por RSS. Los comentarios son fáciles de publicar, pero también de moderar, y quedan bajo el entero control de la administradora. Existe la opción de leerlos antes de permitir que se publiquen, o configurarlos de formas muy variadas, incluso no tenerlos habilitados, o solo en ciertos períodos, o para ciertos contenidos sí y para otros no. Es posible esperar al momento en que se tiene más tiempo y calma para responder. Los trolls disconformes con tu política de comentarios (porque podrías tener una política propia, soberana) podrían crear blogs solamente para atacarte, pero se tendrían que tomar ese trabajo, y eso desmotiva a la mayoría de los atacantes (que tienen muchos más blancos fáciles en las redes sociales). Como tu cuerpo, tu blog puede ser tu territorio. 

    Pero como un blog o una web personal no te sugieren todo el tiempo «a quién seguir», ni generan el placebo de una audiencia, es fácil sentir que ahí falta una comunidad. Es un medio autogestionado, pero también requiere más autocuidado y algunos recursos técnicos, e incluso económicos, que no todas las mujeres tienen a su alcance.

    Es ahí cuando el activismo feminista tiene mucho para ofrecer. Las feministas tenemos que profundizar en tácticas de comunicación que, además de fomentar el autocuidado y de darnos herramientas de defensa feminista, nos permitan profundizar la lucha. Una opción es crear juntas, gestionando contenidos en comunidad, como lo hacen muchas medios y publicaciones feministas online. También es importante leernos y difundirnos entre nosotras, facilitando el acceso al pensamiento feminista mediante bibliotecas digitales y repositorios abiertos. Otra posibilidad es construir herramientas tecnológicas de comunicación abierta y a la vez segura, con las características descritas arriba. No es necesario programarlas desde cero, existe mucho software libre para crear comunidades y redes que puede ser aplicado ingeniosamente para diseñar mejores espacios de comunicación. 

    Estas alternativas probablemente no son 100% efectivas contra la violencia online, porque como dijimos arriba, esta tiene sus raíces en el patriarcado y en violencias estructurales que una herramienta tecnológica por sí misma no puede combatir. Pero una crítica a las herramientas disponibles, y sobre todo a la tecnopolítica subyacente, es posible y necesaria. Es lo que nos permite seguir construyendo alternativas comunitarias para la comunicación feminista. 

  • Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Let Our Voices Be Heard, Art by Melissa Marzan. CC BY-NC-ND.

    Primer post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    Cada vez que un tema se instala en la agenda pública y es fuertemente discutido en las redes, parece encenderse a su vez un debate sobre el debate en sí. Nombradas de forma genérica, “las redes” son espacios que empiezan a ser señalados como un lejano oeste cada vez más peligroso y violento para quienes lo habitan.

    La violencia en línea es un problema real y lo sufren mayoritariamente los grupos históricamente marginados y discriminados, en razón de su género, sexualidad, clase social, nacionalidad, etnia, religión, aspecto físico, o idelología. Pero resulta preocupante la percepción instalada de que «las redes» han sido irreparablemente degradadas por el llamado «discurso de odio», la intolerancia y la violencia. Fenómenos nombrados de forma génerica, descontextualizados y deshistorizados, sin ningún vínculo con injusticias sociales previas basadas en desigualdades sociales y asimetrías de poder. Simplemente «la violencia en las redes», debida a la falta de orden, de leyes o de agentes que intervengan para evitar “los abusos” de la libertad de expresión

    ¿Por qué es preocupante el crecimiento de esta retórica? Precisamente por desdibujar los orígenes históricos de las violencias, y situar sus fundamentos en la herramienta en sí. Pareciera que se están produciendo cada vez más crímenes de odio porque lo permite internet. Entonces se pide mayor control y endurecimiento de penas para internet, exigiendo a los intermediarios un mayor control sobre el discurso de los usuarios. Porque se supone que los asesinos en masa, los terroristas, los fundamentalistas, son impulsados por las opiniones y la información que se publica en internet

    Cualquier llamamiento a controlar la red de forma generalizada o a restringir y castigar las expresiones y los discursos que se producen en ella es peligroso, porque induce a proponer medidas generalistas y por lo tanto, con posibilidades de ser aplicadas de forma arbitraria. Como dice Simona Levi: «si permitimos que se cree un estado de excepción en Internet, el paso a que se traslade al resto de los ámbitos de la vida es solo uno».

    Cuando se demoniza la libertad de expresión y se la coloca como la gran culpable de que «la gente» (nuevamente en general) se exprese de forma hiriente o inapropiada, se está preparando el terreno político para debilitar cada vez más la esfera pública de conversación abierta que (todavía) es Internet.

    Es cada vez más habitual, y alarmante, el enfoque punitivista que busca normalizar la persecución penal como la primera opción ante cualquier injuria. Aunque pueda parecer que se están estableciendo protecciones para los más débiles, lo que en realidad sucede es que se está inhibiendo y desprotegiendo a las personas vulnerables que usan internet como medio para denunciar la discriminación y la violencia que sufren.

    Pensemos en el movimiento #MeToo que ha impulsando a mujeres en todo el mundo a denunciar situaciones de acoso y abuso. Para que este tipo de denuncias puedan ser hechas sin temor a reprimendas, es necesario establecer un ambiente de garantías, que empodere a las víctimas de injusticias y a las activistas. Lamentablemente, no es poco común que las mujeres que realizan estas denuncias públicas, terminen siendo acusadas por difamación e injurias, tras hacer pública la conducta de sus acosadores, quienes en muchos casos responden con amenazas legales. Los delitos contra el honor muchas veces se vuelven un arma en manos de los más poderosos para impedir que se hable sobre otros delitos más graves en los que pueden estar involucrados

    La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, recomienda evitar que las regulaciones sobre libertad de expresión en internet tengan un «efecto especialmente inhibitorio sobre usuarios individuales, quienes participan del debate público sin respaldo de ningún tipo, sólo con la fuerza de sus argumentos. Las leyes vagas y ambiguas pueden impactar especialmente en este universo creciente de personas, cuya incorporación al debate público es una de las principales ventajas que ofrece internet como espacio de comunicación global».

    En síntesis, la lucha contra la violencia en línea, es una lucha simultánea por la protección de la libertad de expresión, garantizando que todas las personas, y especialmente las que pertenecen a grupos históricamente discriminados, participen en igualdad de condiciones en el debate público. Y no son las opiniones poco adecuadas u ofensivas las que ponen en peligro esas garantías (en todo caso, que un discurso esté protegido por la libertad de expresión no lo vuelve obligatorio para quienes no quieren escucharlo). Lo riesgoso es poner en manos de los más poderosos (gobiernos y grandes monopolios de la comunicación) herramientas para vigilar, inhibir, reprimir y perseguir a las usuarias y usuarios de internet, con el pretexto de que hay tipos de discurso más admisibles que otros. Mucho más peligroso que un comentario o un tweet ofensivo, es dotar de capacidad de vigilancia y control sobre Internet a quienes tienen mayor poder para vulnerar derechos fundamentales.

  • Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Artículo originalmente publicado en Revista Pillku #22.

    Datos y capitalismo de vigilancia

    Face recognition | Ilustración: Steven Lilley

    Los datos como entidades inmateriales, como entidades etéreas que están “en la nube”. La vigilancia digital como una situación omnipresente pero invisible. La explotación de nuestra actividad en línea, tan difícil de percibir porque está presente en los actos de la vida cotidiana. Todo esto hace que nos resulte complejo asociar lo digital con el cuerpo y con la política. Este artículo intentará elaborar esa asociación, para pensar respuestas y posibilidades desde la militancia feminista, que en su lucha contra el patriarcado ha desarrollado herramientas para entender esa estructura invisible y omnipresente, y poder así combatirla.

    Shoshanna Zuboff (2015) afirma que el modelo de negocio de las startups tecnológicas, por defecto, es la vigilancia. Estas corporaciones concentradas, de escala planetaria, mercantilizan la vida cotidiana que compartimos en línea. Tal como lo ha planteado Tiziana Terranova (2000), tienen la capacidad de monetizar el trabajo no pagado de las personas en la red, obteniendo ganancias del valor social producido por la inteligencia colectiva. Pero la explotación de nuestra vida cotidiana a través de la acumulación de información nos hace vulnerables: alimentamos grandes bases de datos que pueden ser analizadas para revelar patrones, predecir tendencias y modelar conductas.

    Como lo advierte David Lyon (2002), más allá de los riesgos de privacidad individuales, nos exponemos a los peligros de la categorización social a través de la vigilancia. Porque la vigilancia no es socialmente neutral, sino que tiene sesgos de clase, género, sexualidad y raza. Entonces es necesario interrogarse sobre los posibles efectos de una categorización social orientada por datos y algoritmos. Los algoritmos realizan operaciones matemáticas abstractas, supuestamente objetivas, que luego se aplican a contextos y a vidas reales, reproduciendo automáticamente patrones patriarcales, coloniales y racistas ajenos y anteriores a esos contextos y a esas vidas, al margen de toda discusión pública y democrática.

    Hay innumerables mecanismos que ponen los cuerpos bajo vigilancia y control informatizados: biometría a partir de huellas, iris, cara y cuerpo entero, bases de datos de ADN, plataformas de redes sociales que quieren y pueden conocer nuestro género y preferencias sexuales, entre otros. También podemos contribuir con este control a través de la autovigilancia, cuando proporcionamos datos sobre nuestro cuerpo y estado físico en aplicaciones de fitness, menstruapps, apps para el cuidado de la salud, etc.

    Para las personas, en nuestra vida cotidiana, la pregunta es: ¿cómo y por qué nos vigilan? Lo hacen múltiples actores: corporaciones y gobiernos (a menudo combinados) y particulares. La vigilancia no se dirige siempre ni necesariamente a personas específicas que sean el “target”, sino a poblaciones enteras. Es continua y omnipresente, y al mismo tiempo difícil de percibir y, por tanto, de conocer y consentir. No sabemos qué datos se colectan sobre nuestros cuerpos, dónde se guardan y por cuánto tiempo, quiénes y cómo los analizan, ni con qué propósito.

    Debido a esta situación, percibimos que es muy difícil cuidar nuestros datos personales, entender cómo viajan, dónde se guardan, cómo son tratados y qué leyes nos protegen de un mal uso. Como resultado, nos rendimos. Pero si no hay suficiente resistencia es porque no sabemos cómo resistir, aunque tengamos conciencia del problema. Muchas veces empezamos por revisar largas listas de herramientas de seguridad online y consejos legales que requieren ciertos esfuerzos. Pero quizás las personas y colectivos nos esforzaríamos más por nuestra libertad y nuestra seguridad frente al extractivismo de datos si antes pudiéramos construir un planteo político efectivo del problema.

    Cualquier semejanza con el patriarcado…

    Plantear políticamente el tema desde un enfoque feminista puede ser a la vez interesante y potente. Una perspectiva feminista nos ayuda a fortalecer nuestra propia voz para dar o negar nuestro consentimiento. Esta voz se enfrenta a la banalización, el tutelaje y el acoso del que somos objeto en el capitalismo de vigilancia.

    Fortalecer el consentimiento libre e informado empieza por rechazar la idea de que, tras dar clic en “aceptar los términos y condiciones”, ya no podemos cuestionar nada. Debemos rechazar ese pacto faustiano que, como plantea David Solove (2013), limita el consentimiento informado. Por más que leamos todo el larguísimo contrato legal por el cual consentimos el tratamiento de nuestros datos, únicamente podemos responder sí o no. Y si respondemos que no, nos quedamos por fuera no solo de alguna utilidad o placer online, sino de posibilidades de información y participación. Damos nuestro consentimiento, pero tenemos una muy limitada capacidad de negociación debido a una pronunciada asimetría de poder frente a la corporación monopólica dueña de los servicios y los datos.

    Lo primero que tendríamos que hacer para fortalecer el consentimiento libre e informado es defenderlo contra la banalización. ¿Cuántas veces escuchamos frases que relativizan nuestros miedos? Este discurso de la banalización se articula en torno a respuestas como “si no tenés nada que ocultar, no tenés nada que temer” cuando reclamamos privacidad, o como “es un problema tuyo por haber aceptado” cuando denunciamos los términos y condiciones que legitiman la vigilancia de nuestra vida online. La vigilancia se considera un problema menor porque el concepto de privacidad “ya no es tan importante como antes” y por lo tanto se puede sacrificar privacidad por seguridad, eficiencia, diversión o comodidad. Entonces el pacto, nos dicen, es muy claro: a cambio de un conjunto de ventajas gratuitas, las corporaciones pueden hacer lo que quieran con nuestra información. Ese trato, desigual y violento, no debería ser minimizado ni banalizado. El feminismo ha articulado discursos políticos para enfrentar la banalización de las denuncias de violencia, acoso y maltrato, exigiendo que no se culpe a las mujeres víctimas de agresiones por nada de lo que hayan hecho anteriormente. Estamos explicando a la opinión pública que un no es un no, que usar una pollera corta o andar sin un acompañante masculino, no es “aceptar los términos y condiciones” para quedar a merced de otras voluntades.

    Una visión feminista de la cuestión de los datos y la vigilancia también nos permite cuestionar el tutelaje. El feminismo denuncia cómo el patriarcado, durante siglos, ha implicado para las mujeres una pérdida del control sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, y un permanente recorte de nuestro derecho a decidir. Un varón, ya sea padre, hermano, pareja, cura o médico, ha sido entendido durante siglos como más apto para decidir que nosotras mismas, seres débiles, poco confiables y sin criterio.

    De modo semejante, hoy también, para las grandes corporaciones de Internet, las usuarias y usuarios somos “incapaces” de decidir sobre nuestras vidas online; para ello dependemos de otros en quienes debemos confiar ciegamente porque tienen la infraestructura y el saber técnico. Les permitimos un monitoreo y un seguimiento detallado de nuestra actividad online, para supuestamente brindarnos un mejor servicio, como la “curaduría” por medio de algoritmos, que define las fuentes de información que nos llegan con mayor frecuencia. También, para nuestra comodidad y seguridad, los gobiernos almacenan los datos de nuestros viajes en el transporte público, guardan registros de nuestro paso por las instituciones educativas y graban nuestro uso del espacio público, en colaboración con empresas privadas proveedoras de servicios informáticos.

    Todo este seguimiento no solicitado se nos hace muy parecido al acoso: requerimiento excesivo de datos personales innecesarios o inapropiados, rastreo mediante programas traqueadores de la actividad online, publicidad tan “personalizada” que se convierte en invasiva, con constantes llamados a la acción e interrupciones no solicitadas mientras estamos navegando. Las mujeres, las personas con identidades, sexualidades y cuerpos diversos, sobre todo si son activistas en estos temas, sufren a diario acoso online por parte de particulares. Pero también las actividades de vigilancia de las corporaciones de Internet, menos evidentes pero más omnipresentes, pueden ser entendidas como acoso y deberían ser evaluadas en términos de respeto por la libertad y la diversidad.

    Helen Nissenbaum (1998), desde un análisis integrador de distintas teorías sobre la privacidad, afirma que la privacidad es fundamental para el ejercicio de la individualidad, la autonomía, las relaciones sociales y la participación política. Por ser tan fundamental, no puede ser simplemente eliminada o disminuida por “aceptar los términos y condiciones” impuestos por poderes abusivos. El feminismo, como teoría del poder y práctica política de la libertad y la igualdad, es una poderosa herramienta de denuncia y combate frente a esos poderes.

    Leer más:

    APC (2016). Principios feministas de Internet: https://feministinternet.net/es/principles

    Bibliografía

    Lyon, D. (2002). Surveillance As Social Sorting: Privacy, Risk And Automated Discrimination.
    Hoboken: Taylor & Francis Ltd. Recuperado a partir de: http://public.eblib.com/choice/publicfullrecord.aspx?p=240591

    Nissenbaum, H. (1998). Protecting privacy in an information age: The problem of privacy in public. Law and philosophy, 17(5), 559-596. Recuperado a partir de: http://www.nyu.edu/projects/nissenbaum/papers/privacy.pdf

    Solove, D. (2013). Autogestión de la privacidad y el dilema del consentimiento. Revista
    Chilena de Derecho y Tecnología, 2(2). https://doi.org/10.5354/0719-2584.2013.30308

    Terranova, T. (2000). Free labor: Producing culture for the digital economy. Social text, 18(2), 33-58. Recuperado a partir de: http://web.mit.edu/schock/www/docs/18.2terranova.pdf

    Zuboff, S. (2015). Big other: surveillance capitalism and the prospects of an information civilization. Journal of Information Technology, 30(1), 75-89. https://doi.org/10.1057/jit.2015.5

  • El desnudo femenino en el arte de Gundi Dietz

    El desnudo femenino en el arte de Gundi Dietz

    Hace poco vi el episodio sobre el desnudo femenino en el arte del popular programa de TV de la BBC, «Modos de ver» (1972), creado por el crítico John Berger. En ese episodio, Berger explica de qué manera los cuerpos de las mujeres se objetivizan en el arte. Por eso me impactaron tanto las esculturas desnudas y semi-desnudas de Gundi Dietz, ceramista austríaca nacida en 1942

    Berger explica que, en el desnudo artístico, por lo general el cuerpo de la mujer es el objeto que se contrapone a la mirada del pintor y del espectador. Espectador que generalmente es un hombre poderoso dueño de la pintura. Pintura destinada a complacer los deseos privados vouyeristas de ese hombre. Pero en el programa no sólo se muestra cómo la mirada masculina objetiviza a las mujeres, sino cómo las mujeres mismas lo hacemos, al imaginarnos como objetos de esa mirada.

    Días después de ver el programa me encuentro con las esculturas desnudas y regordetas de Dietz. Estas figuras femeninas de porcelana son cautivadoras, pero su seducción nada tiene que ver con lo que normalmente se entiende por un cuerpo seductor. Estos cuerpos de porcelana blanca intervenidos con manchas y rasguños son a la vez delicados y toscos, lo que los hace encantadoramente tiernos y humanos. Representan a mujeres ensimismadas, tal vez serenas, tal vez melancólicas, que parecen mirar hacia su interior.

    Y pensando en lo que decía Berger, esa mirada ensimismada es una actitud extraña en una imagen femenina desnuda, siempre (de)pendiente de una mirada ajena y ansiosa de captarla. La crítica chilena Esperanza Rapport observó, curiosamente, que las figuras de Dietz «carecen de mirada; los ojos del espectador se mueven sobre la escultura sin ser capturados por ella».

  • Otras formas de vivir el amor (para no morir)

    Es absolutamente cierto, sin que quepa la mejor duda, que las cifras de feminicidios que se suceden año a año tienen que ver con el incumplimiento de protocolos frente a denuncias de violencia de género, omisiones de la policía y de operadores jurídicos y escasez o lejanía de servicios de atención a las mujeres que podrían evitar sus muertes. Sin dudas es urgente fortalecer y articular todo el andamiaje de protección, justicia y contención social necesario para enfrentar la pandemia de violencia machista y poder decir que no habrá ni una menos.

    También es totalmente cierto que la prohibición del aborto en los países en que sigue siendo un acto clandestino, constituye un feminicidio de Estado. Es necesaria la legalización del aborto para prevenir efectivamente una de las principales causas evitables de muerte materna.

    Pero en este post me gustaría referirme a ciertos cambios culturales que pueden significar una poderosa fuente de protección frente a la violencia hacia las mujeres.

    Cada vez me convenzo más de que hace falta un cambio profundo en las relaciones de pareja y de que cuanto más nos alejamos de la monogamia heterosexual obligatoria y del paradigma del amor romántico, más protegidas estaremos las mujeres.

    En la cultura occidental contemporánea, tras la revolución sexual comenzó a sustituirse la monogamia estricta que promulgaba una pareja para toda la vida, por la llamada monogamia seriada. En general, hombres y mujeres nos embarcamos en una serie sucesiva de relaciones amorosas exclusivas, ya sean homosexuales o heterosexuales, pero que duran un tiempo, tras el cual se pueden disolver por decisión de uno o los dos miembros de la pareja, sin que esto signifique algo anormal, trágico, ni mucho menos. Después de una ruptura pasamos por un tiempo de soltería y a continuación aspiramos nuevamente a encontrar otra pareja bajo condiciones similares.

    Esta fue una evolución muy positiva del modelo de vínculo afectivo-sexual, y aunque todavía mucha gente se queja de que hay demasiados divorcios, es de celebrar que hoy en día las relaciones de pareja puedan simplemente terminar cuando ya no satisfacen a las dos personas. Y más aún, es necesario que puedan finalizar cuando esas relacionas son dañinas para alguna de esas personas. Sin embargo, cada año son muchas, demasiadas, las mujeres que no pueden cortar con vínculos dañinos o seguir sus vidas después de un vínculo que ya no querían, por resultar muertas en manos de sus parejas o ex-parejas. Algunas de estas mujeres ni siquiera estaban en tales vínculos, sino que fueron llevadas a la muerte por desconocidos que no aceptaron un «no» como respuesta.

    Aunque este desenlace haya sucedido por errores en todos los dispositivos sociales y estatales que debían estar disponibles para evitarlo, hay algo anterior, que promueve modelos de relación posesivos, asfixiantes y al final de todo, mortales. Y este tipo de relaciones comienzan como vínculos afectivos aparentemente «normales», como los de cualquier relación monógama. Porque, ¿quién entraría en una relación que desde el principio se manifiesta con violencias y maltratos?

    Existe una diversidad de formas alternativas a la monogamia convencional que se vienen proponiendo, teorizando y practicando desde hace años: amor libre, parejas o matrimonios abiertos, poliamor, etc. Todas tienen en común una relación no exclusiva y no posesiva entre las personas que participan de esta variedad de arreglos amorosos no reducidos a una dupla.

    Pero por siglos, disfrutar de los beneficios de no tener una única pareja fue un privilegio masculino. La cultura patriarcal autoriza e incluso alienta a los varones a tener relaciones sexuales fuera de la pareja. La flexibilidad en las parejas parece siempre una solicitud o una demanda de varones «necesitados» de una mayor frecuencia de relaciones sexuales, de prácticas sexuales que no estarían bien vistas dentro del matrimonio, del acceso a una variedad de cuerpos para no aburrirse, de la compañía no sujeta a ciertas exigencias, etc.

    Todo esto siempre ha sido prohibido, castigado o como mínimo muy mal visto en las mujeres. Incluso se considera que a las mujeres les «conviene más» y que se sienten más inclinadas a buscar y mantener la «seguridad» de una pareja monogámica, heterosexual y si es posible, para toda la vida. Y si no es posible, algo habrá hecho mal la susodicha para que él se vaya con otra.

    Relaciones abiertas, amistades con derechos, poliamores, son categorías desafiantes de esta concepción de la monogamia, ya sea estricta o en serie. Se las suele considerar relaciones «inseguras», en el sentido de que no hay un pacto de exclusividad ni «para toda la vida». Sin embargo, hay valores de fidelidad, compromiso y honestidad que diferencian a este tipo de relaciones de los amores más casuales.

    Uno de los valores más interesantes que encuentro al leer sobre el poliamor, es el de la negociación. Como este tipo de relaciones no vienen claramente definidas por defecto, dado que hay muchas variantes posibles, no queda otra que una negocación permanente entre los participantes para llegar a una mutua satisfacción. En las relaciones monogámicas damos muchas cosas por sentadas porque nos vienen dadas de antemano por modelos sociales, sin que las hayamos negociado ni elegido, y a veces no las queremos ni siquiera poner en cuestión. Nos quedamos entonces sin soluciones alternativas ante hechos tan comunes como enamorarse de otra persona. Incluso sucesos más «aceptables» como un cambio laboral, la aparición de obligaciones familiares, oportunidades de estudiar, viajar, etc., suelen afectar a un esquema de pareja en el que parecería que no hay mucho margen para negociar y por lo tanto, cambiar y adaptar. Y muy a menudo si las relaciones no cambian, mueren. Y a veces si no mueren, matan.

    Creo que si todas y todos viviéramos relaciones más negociadas y abiertas a la irrupción de cambios (incluida la llegada de nuevos afectos a la relación), estaríamos construyendo un mundo menos favorable a la violencia hacia las mujeres. Porque una mujer que no tiene que optar entre estar sola o mal acompañada, que tiene a su alrededor múltiples afectos y que puede compartir su sexualidad con quien quiera, con tanta frecuencia como quiera, es una mujer con menos chances de sufrir violenta y si fuera el caso, tendría más chances de sobrevivir a ella.

    Así como pasamos de la monogamia estricta y obligatoria a la actual aceptación de la monogamia en serie, en la que es posible dejar a tu pareja cuando ya no quieras seguir, puede ser muy positivo avanzar hacia la aceptación social de las relaciones poliamorosas (sin que esto signifique la obligación de tenerlas, por supuesto). En una sociedad con más modelos de pareja posibles sería inevitable que se cuestionen y deconstruyan los fundamentos machistas del modelo de pareja hegemónico. El sexo y la pareja monogáma serían una opción más para disfrutar de la vida, y cada vez menos, una trampa mortal.

  • Manual de Instrucciones en Defensa del Sacrosanto Piropo

    Manual de Instrucciones en Defensa del Sacrosanto Piropo

    Acción respeto

    En los últimos tiempos se han lanzado diversas campañas contra el acoso callejero y en favor de un trato respetuoso e igualitario hacia las mujeres en las calles. Sin embargo, preocupa ver la resistencia que generan estas campañas en la opinión pública, sobre todo entre muchos varones. Una se cansa de encontrarse con varones perplejos y ofendidos. Cuesta creer que estemos hablando del acoso callejero y que del otro lado te hablen de «piropos». (más…)

  • Tiene derecho

    Hace algunas semanas una mujer joven fue grabada manteniendo relaciones sexuales con un grupo de hombres en el baño del camping de Santa Teresa, Uruguay. El video fue divulgado por los hombres que grabaron el video. La mujer denuncia primero la divulgación del video sin su consentimiento y más tarde una serie de abusos. Durante días, los medios masivos y las redes se hicieron eco de la noticia y surgieron encendidos debates y especulaciones sobre el caso relacionadas con la actitud de la denunciante, más que con lo sucedido (que está por determinar la justicia). (más…)