Categoría: Cultura libre

  • ¿Creatividad o propiedad?

    ¿Creatividad o propiedad?

    * Charla brindada el 27 de septiembre de 2019 en CreativeMornings Montevideo.

    Cuando pensamos de dónde viene la creatividad, usamos esta palabra: «inspiración». Según la mitología griega, la inspiración viene de las musas, deidades que literalmente les dictaban los versos a los poetas. De esa imagen mítica todavía nos queda la idea de que la inspiración es un requisito indispensable para crear, y que la capacidad de creación es el privilegio de algunas personas a las que «les llega la inspiración», como si llegaran las musas a visitarles.

    Pero me gustaría empezar por la idea de que los poetas griegos, al invocar a las musas, les pedían ayuda para recordar, es decir, les pedían acceso a una memoria colectiva. Seguramente que en épocas de transmisión oral, a las musas se les atribuía ese papel clave de almacenar el repertorio de historias colectivas y reproducirlas por boca del poeta: «canta, oh Diosa», así empieza la Ilíada. Es decir, el poeta iba a reproducir, con palabras propias, algo que no le era propio, que no era de su propiedad, sino que venía del acervo colectivo, de la tradición, los mitos y las leyendas.

    Hoy, que ya tenemos medios tecnológicos de almacenamiento y reproducción para acceder a casi cualquier creación del intelecto, nos hemos olvidado bastante de que la inspiración tiene mucho que ver con el acceso a la memoria, a algo que nos antecede y que perdura a través de lo que creamos, pero que no nos pertenece del todo. Que toda creación tiene un componente propio, pero también uno adquirido, tomado de algún otro lado.

    Precisamente, la madre de las nueve musas griegas clásicas es Mnemósine, la personificación de la memoria. En la versión del mito original, las musas son las tres hermanas Meletea, Mnemea y Aedea, que trabajan en equipo. Según Wikipedia en español:

    Meletea (la meditación) es la musa del pensamiento, de las ideas que se forman en la mente y que después se van a ver representadas en la obra.

    Mnemea (la memoria) es la musa de la creación en sí, la encargada de darle forma concreta a las ideas abstractas que se plasman en lo que el poeta hace. Mnemea recuerda y fija los pensamientos propiciados por Meletea.

    Aedea (el canto) es la musa de la ejecución de la obra artística. Se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar lo que anteriormente su hermana Mnemea ha escrito. Representa el momento en el que una obra de arte es utilizada.

    Es muy útil este mito para entender la complejidad de la creación intelectual, porque nos enseña que en toda obra hay tres momentos. Y esto me pareció interesantísimo, porque las leyes que hoy regulan los derechos que existen sobre las obras, tienen que ver con esos tres momentos marcados por las tres musas.

    Primero tenemos las ideas abstractas, el mundo de Meletea. ¿Ustedes creen que se puede «poseer» una idea? Si las ideas aparecen en la mente, ¿no son algo absolutamente personal? Bueno, la cuestión es que no podemos apropiarnos de una idea, así sin más, porque en realidad lo más probable es que ni siquiera seamos los primeros en haberla pensado. Las conceptos, los argumentos, las notas musicales, las palabras, los números, los hechos que sabemos: son todas nociones comunes de la mente humana que nadie se las puede apropiar. Por eso pertenecen a lo que se conoce como dominio público. El derecho de autor no alcanza a una idea en estado puro. En todo caso, si la idea pudiera llegar a aplicarse a una invención útil, y si es realmente original, pero original POSTA, podríamos aspirar a la protección de una patente, después de un proceso de examen de esa posible aplicación de la idea por parte de una oficina de patentes. Pero este es un régimen muy específico. Y además el fundamento de que se establecieran las patentes fue incentivar a que esas ideas innovadoras y potencialmente aplicables a algo útil, se compartieran, en lugar de ser secretas. Pero quédense con esta idea en términos generales: la propiedad exclusiva sobre una idea podría ser una cosa muy complicada de adjudicar con certeza y bastante desaconsejable. ¿Por qué? Porque realmente limitaría la capacidad misma de imaginar y concretar después eso que imaginamos. Si todo el tiempo tuviera miedo de que una idea que se me ocurre hoy a mí, ya se le ocurrió a alguien antes y por lo tanto le pertenece a otro y no la puedo decir sin su permiso, ni llevarla a una expresión tangible, me vería extremadamente limitada en mi libertad de expresión.

    Esto me lleva a nuestra segunda musa, Mnemea, la que plasma esas ideas abstractas en una forma concreta, una forma expresada en algún medio tangible, como un texto escrito, una foto, una grabación sonora, una pintura. Este es el mundo del proceso de creación. Pero como vimos antes, Mnemea es la memoria. Toma esas ideas abstractas -que aparecen en la mente de una persona, pero que como vimos, vienen del dominio público, del acervo común- y las «recuerda» o quizás podríamos decir que las «remixa», las ensambla en una disposición nueva, para llevarlas a un modo de expresión que tendrá una parte única y original. Yo diría que nunca totalmente nueva, pero sí lo suficiente como para reconocer ciertos rasgos que podemos llamar propios de un autor o autora. Ahí es donde entra la libertad creativa. Pero también es ahí donde, una vez que la obra la damos por terminada, aparece el derecho de autoría. Este sí es el mundo de la llamada «propiedad intelectual». Los griegos no tenían propiedad intelectual, este es un invento moderno, y tiene que ver con la aparición de medios masivos de difusión de las obras, como la imprenta. Al principio, esta propiedad intelectual era más bien un monopolio concedido al impresor para imprimir libros. Era un derecho «de imprenta», muy ligado a la censura y al control que las monarquías, en Europa y en sus dominios coloniales (incluyendo el territorio que hoy se conoce como Uruguay), ejercían sobre la difusión de las ideas. Con el paso del tiempo, la propiedad intelectual se convirtió en un control de las industrias culturales (sellos, estudios, medios de comunicación, editoriales, etc.) para la protección de sus inversiones. Piensen en las películas, donde al final dice que «se prohíbe la copia, distribución, proyección, etc, etc» sin la autorización de los propietarios del copyright, y que eso está penado por la ley.

    Todo lo anterior me lleva a la tercera musa, Aedea, que tiene que ver con todo lo que pasa después de la creación de la obra: cuando es cantada, tocada, ejecutada, representada… Y tomando en cuenta los medios masivos de difusión, el mundo de Aedea incluye la impresión, la digitalización, la transmisión, etc. Es en este nivel donde realmente actúan los derechos de propiedad intelectual, porque son los titulares de esos derechos quienes tienen, inicialmente, el derecho a prohibir o permitir estos usos de las obras. Cada uno de esos usos, en cada uno de los casos. Generalmente, los autores ceden estos derechos a sus editores o sellos, y por lo común quienes ejercen esos derechos son quienes tienen los medios para la difusión masiva. Pero con la llegada de nuevos medios domésticos, como la videograbadora, la fotocopiadora, la computadora, Internet… también el público, las personas usuarias de cultura, se convirtieron en un agente de difusión de la cultura. Es más, todos estos medios también les dieron una mayor independencia a los creadores para la difusión de sus obras. Y acceso a un montón de inspiración, acceso a una inmensidad de memoria colectiva acumulada para usar, recrear y compartir.

    Aquí es donde empiezan a surgir un montón de conflictos, porque la creatividad y la propiedad empiezan a chocar de una forma cada vez más evidente. Las leyes de propiedad intelectual, por un lado, se endurecen, abarcan más tipos de obras, más derechos exclusivos, por un plazo cada vez mayor. Pero al mismo tiempo, su vigencia en la vida real, en el mundo en donde las obras se usan, es prácticamente imposible. El solo hecho de navegar por una página web hace que se copien textos, imágenes, documentos, videos, aunque sea temporalmente, en nuestras computadoras o celulares. Y eso es una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Textual. Lo dice nuestra propia ley de derechos de autor.

    Ante este problema, surge el movimiento de cultura libre, las prácticas del copyleft y las licencias Creative Commons, a principios de los 2000. La disyuntiva que vienen a solucionar es la siguiente: si yo, como autora, titular de derechos exclusivos, quiero simplemente compartir mi obra con el mundo entero, sin que me tengan que pedir permiso cada vez, ¿cómo puedo hacer esto posible? La respuesta es dar un permiso por anticipado, simple, que todo el mundo entienda y reconozca. Así surgieron estos íconos, que quizás los hayan visto al pie de algunas páginas web.

    Millones de obras bajo estas licencias son compartidas por sus autores y usadas libremente, principalmente a través de Internet. Creative Commons significa «comunes creativos», y su objetivo es «hackear» los principios de la propiedad intelectual no para proteger un patrimonio privado, sino para fomentar un banco común de creaciones compartidas, útiles y reutilizables por cualquiera. Es una forma de democratizar la información y el conocimiento.

    Pero tarde o temprano, el destino de toda obra autoral, tanto de las que tienen copyright como de las que tienen licencias Creative Commons, es llegar al dominio público. Es decir, al patrimonio común. El derecho de propiedad intelectual no es, ni mucho menos, infinito. Aunque sí es largo: caduca 50 años después de la muerte del autor en Uruguay. Es de por vida, y puede llegar a abarcar una y hasta dos generaciones de herederos. Hoy hay un proyecto de ley, al que nos oponemos, para extenderlo todavía más: a 70 años después de la muerte del autor. Pero siempre, tarde o temprano, quizás más tarde que temprano, las obras llegan al dominio público, un lugar donde las musas pueden ir a buscar material que alimente el pensamiento, la creatividad y el disfrute cultural.

    Quiero terminar con una cosa más, y es un comentario acerca del hecho de que las musas sean mujeres. Se las ve en las pinturas, generalmente con poca ropa o desnudas, al lado de un artista hombre. Un hombre trabajando en solitario, al que una musa inspiradora alienta suavemente sin pedir nada a cambio, ni siquiera atribución por su trabajo. Esta imagen encierra muchos mitos creados por la modernidad y que todavía dominan el mundo de la cultura: la figura del genio solitario, el rol de la mujer no como creadora, sino desde un lugar auxiliar, casi convertida en un objeto sexual que «inspira» al artista. La creatividad como propiedad también es una idea occidental que tiene que ver con este mito del genio varón inspirado. Es además una noción muy diferente a las prácticas de compartir cultura y conocimiento de los pueblos indígenas en los territorios que fueron colonizados por esa cultura europea. Por lo tanto, también hay un mito patriarcal y colonial en la propiedad intelectual que deberíamos deconstruir.

    Mujer de la antigua roma tomando una tabla de cera con la mano izquierda y un lápiz con la mano derecha, que apoya en su boca con un gesto pensativo.
    Mujer con tabla de cera y lápiz. También llamada «Safo». Museo Arqueológico de Nápoles. Fuente: Wikimedia Commons.

    Así que les dejo pensando con esta imagen, que no es una musa, aunque se podría parecer a Mnemea. Podría ser ella misma una poeta; a veces se dice que es un retrato de Safo, pero en realidad no se sabe bien quién es. Se sabe que vivió en Pompeya, donde se encontró el retrato pintado en un mural, y que al parecer tenía acceso a medios de escritura. Y acceso al conocimiento, a la posibilidad de educarse. Sin un acceso democrático a todas estas cosas, ¿qué musas nos pueden venir a visitar?

  • Cultura digital en clave de izquierda

    Cultura digital en clave de izquierda

    Foto: Arte y feminismo por Cortipedia. CC BY-SA.

    El Estado no hace cultura, el Estado crea las condiciones de acceso universal a los bienes simbólicos, las condiciones de creación y producción de bienes culturales, sean artefactos o mentefactos. Es porque el acceso a la cultura es un derecho básico de la ciudadanía, como el derecho a la educación, la salud, el medio ambiente saludable.

    Gilberto Gil, en su discurso de asunción como Ministro de Cultura de Brasil, 2003.

    ¿Cuál es el modelo para una cultura digital pensada en clave de izquierda? No es la cultura emprendedora a lo Silicon Valley, donde la palabra «cultura» es un significante vacío, un eufemismo para hablar de ambiente de negocios.

    Una propuesta integral de cultura digital en clave de izquierda puede mirar hacia la región latinoamericana y encontrar ejemplos no tan lejanos de políticas públicas populares de los primeros años de la década de los 2000. Aquellas políticas impulsadas por Gilberto Gil y Juca Ferreira en Brasil, quienes se atrevieron a unir las tecnologías con lo comunitario, para pensar un nuevo paradigma de cultura digital y popular.

    En Uruguay, los ejemplos son los Centros MEC, las Usinas Culturales y los Puntos de Cultura. Esto, en el contexto de un país que apostó por la conectividad universal, liderada por la empresa pública de telecomunicaciones y por una política de tecnología educativa también universal, el Plan Ceibal. Además, el país está entre los nueve gobiernos más digitalizados del mundo. Miles de trámites se han acercado a la ciudadanía. En el sector cultural tenemos el ejemplo de culturaenlinea.uy que simplificó la postulación de proyectos a los distintos fondos concursables que se abrieron a lo largo de los gobiernos del Frente Amplio. Ahora los procedimientos son más accesibles y ágiles, pero no alcanza con digitalizar la gestión. Un segundo paso, más ambicioso, debería ser el acceso en línea de la producción final. A las funciones de música, danza y teatro gratuitas, a la distribución de ejemplares en bibliotecas, podemos y debemos sumar el acceso digital a los materiales generados por la producción cultural que se financió con fondos públicos.

    Esto haría más visible el enorme aporte social de los fondos concursables en cultura. Si estuvieran juntas y accesibles todas las obras financiadas con estos fondos, se reconocería más su valor social y estaríamos en mejor posición para pelear por más recursos destinados a la cultura mediante mecanismos abiertos y concursables. Por eso proponemos que el Estado disponibilice en un repositorio digital público lo que se ha pagado con fondos públicos: textos, realizaciones audiovisuales, discos, videojuegos, comics, investigaciones, etc. Todo un amplio abanico de producción cultural propuesta por la ciudadanía, evaluada por jurados, financiada por toda la sociedad y que debe retornar a la sociedad. Los fondos para la cultura no tienen solamente el fin de apoyar la producción, también el de apoyar el acceso y disfrute cultural de forma permanente.

    No es la tecnología lo central en esta estrategia, sino el nuevo paradigma de producción, circulación y consumo cultural. Un paradigma no lineal, sino circular, en el que las personas no solo se sientan en la comodidad de sus casas a acceder a contenidos de Internet. Un paradigma en el cual Internet es un espacio cultural más, en el que podemos actuar y participar. En los últimos años este paradigma ha perdido parte de su potencia debido a la concentración de los monopolios de Internet. Se nos está «netflixeando» la cultura, mientras asistimos con desencanto a la marginación de aquellos espacios digitales libres y autónomos para crear y compartir.

    Creo que debemos recuperar la disputa por el espacio cultural Internet, proponiendo políticas públicas que no sean solamente de conectividad y consumo. Son igualmente fundamentales las políticas de alfabetización digital crítica (que es más que saber usar la tecnología) y de creación y circulación social de contenidos. Centros MEC, Puntos de Cultura, Usinas Culturales, Esquinas de la Cultura en Montevideo, son políticas que han fomentado espacios y herramientas a la producción cultural popular. Una política amplia e inclusiva de Cultura Digital podría fortalecer estos procesos, luchando contra el paradigma de la Internet del consumo pasivo y el desencanto.

    Para eso, desde el Ir estamos proponiendo un vínculo entre cultura digital y nuestro buque insignia para la Cultura, que es la cultura comunitaria. Nuestros énfasis programáticos 2020-2025 incluyen, en este sentido:

    • Programa integral para la digitalización y difusión del patrimonio cultural y artístico uruguayo, en articulación con bibliotecas, filmotecas, archivos y museos.
    • Fomentar la recuperación y reedición de obras fuera de circulación, a través de un sistema de distribución física y digital.
    • Creación de un Portal Cultural del Uruguay, que haga disponibles para toda la ciudadanía, a través de Internet, las obras que financia el Estado con fondos públicos. En los casos puntuales de producciones que hayan recibido financiamiento parcial y que requieran un margen de tiempo para la distribución comercial, se puede establecer un período de exclusividad tras el cual estarán disponibles en el Portal para toda la ciudadanía.
    • Creación de una red de laboratorios ciudadanos para promover proyectos de cultura digital, que funcionarán en sitios culturales del territorio, apoyando a proyectos de cultura digital comunitaria: radios comunitarias online, proyectos de mediactivismo, bibliotecas digitales, etc.
    • Estudiar y promover excepciones y limitaciones al derecho de autor para el acceso a la cultura en la era digital. Esto incluye especialmente salvaguardas para bibliotecas, archivos, museos e instituciones educativas que brindan acceso a materiales digitales.
    • Creación de un departamento de tecnologías y accesibilidad que estudie e implemente medidas para el acceso y producción cultural de personas con discapacidad, en conjunto con los colectivos involucrados.

    ¿Podemos retomar y profundizar las políticas de cultura digital impulsadas por Gilberto Gil, que fueron un faro continental? 15 años después, aquellas políticas en Brasil, su país de origen, están siendo borradas por la derecha. En toda la región, las corporaciones de Internet -Google, Facebook, Microsoft- están tocando a las puertas de los gobiernos para hacerse cargo de la «transformación digital» en distintos sectores. Vivimos un contexto de desencanto de la tecnología y de la potencialidad de Internet como promesa de democratización de medios. Sin embargo, un país gobernado por la izquierda y con unas telecomunicaciones estatales, como Uruguay, puede disputar este escenario. Podemos discutir este destino y plantear una modelo de desarrollo cultural comunitario con un uso crítico de las tecnologías, con software libre, con construcción de capacidades para la apropiación del espacio digital desde los territorios, rompiendo no sólo barreras de acceso, sino también monopolios y monocultivos tecnológicos y mediáticos.

    Estos son grandes preguntas y desafíos que desde el Ir nos planteamos. Les invito a leer esta y otras propuestas de nuestros énfasis programáticos, y a seguirnos y votarnos desde la coalición El Abrazo, Frente Amplio, en estas elecciones de octubre de 2019 en Uruguay.

  • Entrevista: ¿por qué aumentar el plazo de derechos de autor no es una buena idea?

    Entrevista: ¿por qué aumentar el plazo de derechos de autor no es una buena idea?

    El 6 de marzo estuvimos junto con Patricia Díaz en el programa En Perspectiva de Radiomundo para expresar la posición de Creative Commons Uruguay sobre el aumento de la vigencia de los derechos de autor en Uruguay. En la entrevista, explicamos el alcance de las propuestas legislativas de extensión de plazos que se están manejando, y por qué consideramos que no son beneficiosas para los autores e intérpretes, y además son perjudiciales para el acceso a la cultura de la ciudadanía en general.

  • Somos potencia colectiva, no famosxs

    Somos potencia colectiva, no famosxs


    Dame un nombre, un número. Decime cuántos artistas famosos usan licencias Creative Commons. Así terminaba más o menos el debate que tuvimos en redes con Carlos Tapia, periodista de El País de Uruguay, a raíz de la nota «Quién se come las manzanas de Rada».

    Acá el debate se corta, porque hay cosas que Carlos no entiende. O quizás no pueden entenderse desde el paradigma desde el cual se ubica para concebir la cultura. Él entiende la cultura desde la mirada de la industria cultural: las canciones son como las manzanas, se consumen individualmente y no se pueden compartir.

    Nosotres, desde hace mucho tiempo, la entendemos como la fuerza de una potencia colectiva, algo que la industria cultural falla en captar.

    Antes que nada, lo más importante de todo esto es que Sudei, Agadu y la Cámara del Disco quieren aumentar otra vez el plazo que tardan las obras en llegar a dominio público. Esto pone en peligro de privatización el patrimonio cultural y levanta nuevas barreras para su acceso. Pueden leer por qué nos oponemos en esta entrada.

    Ahora sí, les cuento. Hace unos días Tapia me entrevistó para el suplemento Qué pasa del diario El País. Su intención era tener la opinión de «la otra campana» en el debate sobre la propiedad intelectual en Uruguay (se supone que hay una principal y legítima; la nuestra es la «otra»). Primero se puso en contacto con Creative Commons Uruguay y colectivamente resolvimos que yo respondiera sus preguntas. De mis respuestas salió poco y nada en la nota. En la narrativa de Tapia mi discurso fue cuidadosamente seleccionado para dar lugar a las refutaciones de ocho artistas conocidos, con Ruben Rada como eje central.

    La táctica de este periodista de El País fue aislar el discurso de oposición al aumento de plazos en un solo colectivo, sin mencionar a otros que comparten esta lucha. Y como segundo paso, tomar de mi testimonio solamente lo que le servía para exponerme, en solitario, frente a esos ocho renombrados. Para completar, postula que estos son los «dos bandos» de este debate. Dejando afuera a docentes, estudiantes, bibliotecarias, científicas y artistas.

    Cuando yo denuncio esta operación como una manera de desinformar, Tapia llega a responderme que es mi culpa, que me trancaba y perdía el hilo al hablar, que yo me confundía, que no sabía. Sobre todo, que no entiendo nada porque no soy un músico famoso.

    Mansplaining sin filtro.

    Y ahora Carlos pide números. Pide que pongamos frente a estos ocho famosos, otros tantos que estén con la cultura libre. Lo que Carlos no entiende es que esto no es como el fútbol, al canto de «siempre fuimos más».

    Un poco sí podría decirse que fuimos y somos más. Somos quienes escribimos 50 millones de artículos en Wikipedia en 300 idiomas. Somos quienes compartimos 1400 millones de obras con licencias Creative Commons en internet. En Uruguay, somos quienes compartimos casi 500 discos libres y cientos de libros, así como miles de tesis y artículos académicos.

    Pero no somos «los famosos». Simplemente somos quienes creemos en la potencia colectiva de la cultura abierta, comunitaria, colaborativa. Compuesta de géneros y prácticas artísticas que desarrolla especialmente la gente joven, esa que va a cambiar el mundo, que lo está cambiando.

    Somos quienes accedemos, disfrutamos, compartimos. Esa masa anónima que los medios masivos y las corporaciones tecnológicas llaman «usuarios» y que nos gusta más llamar comunidad, donde los roles de producción y consumo se intercambian todo el tiempo. Aunque desde la perspectiva de Carlos y sus ocho, no se vea ese intercambio como un aspecto clave de la participación en la vida cultural.

    Somos potencia colectiva, no famosos. Espero que este año se sumen más militantes para dar la batalla por los derechos culturales de todes. Y no hace falta que hayas ganado un Graffiti para ser parte de este movimiento.

  • Cultura libre y viva: nuevos enfoques para compartir el conocimiento tradicional

    Cultura libre y viva: nuevos enfoques para compartir el conocimiento tradicional

    Cultura libre y viva
    Ilustración realizada por el equipo de e_TICS Salón Virtual de la Fundación Heinrich Böll.

    Quinto y último post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    Desde hace por lo menos 20 años, se están dando discusiones sobre la intersección entre el sistema convencional de propiedad intelectual y las distintas formas de conocimiento comunitario, local e indígena. Entre los numerosos y complejos temas implicados en esta cuestión (desde el patentamiento de recursos genéticos del sur global por la industria farmacéutica transnacional, hasta la apropiación de diseños tradicionales por marcas globales) está el de la digitalización y el acceso online de estos conocimientos.

    Digitalizar y compartir online es una estrategia que algunas comunidades están empleando para preservar sus conocimientos y tradiciones en sus propios términos y narrativas. Por su parte, las instituciones culturales y los medios de comunicación difunden objetos y conocimientos tradicionales a un público amplio y global, pero no siempre cuestionando la narrativa colonial dominante. La forma de disponibilizar y difundir el conocimiento tradicional en la red apenas se empieza a discutir, y a medida que avanza la digitalización, pueden surgir incertidumbres y tensiones.

    En este post, repasamos el estado actual de la discusión sobre propiedad intelectual y conocimiento tradicional, para dar algunos argumentos a favor de una amplia difusión de este último en Internet. Veremos de qué maneras esta difusión puede incorporar el consenso y la participación activa de las comunidades locales e indígenas en donde esos conocimientos se han originado. Finalmente, haremos una breve introducción a los conceptos de patrimonio cultural inmaterial y cultura viva, para conectarlos con la defensa de un dominio público amplio y abierto a todas las culturas y sociedades.

    Las problemáticas intersecciones entre propiedad intelectual y conocimiento tradicional

    Quienes militamos por el conocimiento abierto y el acceso a la información, tenemos la convicción de que todo debe estar disponible online libremente. Sentimos orgullo por herramientas como Wikipedia, donde pretendemos hacer accesible “la suma del conocimiento humano”. Sin embargo, sabemos que estamos lejos de ese objetivo. Hay grandes lagunas, desproporciones y sesgos injustos en la cantidad y diversidad de conocimientos disponibles online. Particularmente, las comunidades locales e indígenas, así como las mujeres y otros grupos oprimidos, están subrepresentados y sus conocimientos son invisibilizados y marginados en la red. Este fue uno de los temas presentes en la conferencia Decolonizing the Internet de 2018, cuyo reporte fue publicado recientemente.

    Ante esta invisibilidad y falta de representación online de los conocimientos tradicionales, lo lógico es pensar que el movimiento de cultura libre debe colaborar en la digitalización y el acceso a estos conocimientos, para contribuir a visibilizarlos y a difundirlos. Pero ni bien entramos en esta arena, nos encontramos con una compleja intersección con las instituciones y regímenes de propiedad intelectual convencionales.

    El debate sobre el conocimiento tradicional y la propiedad intelectual no es sencillo ni nuevo. En primer lugar, hablar de conocimiento tradicional en general puede llevar a confusiones, y por eso la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) distingue entre conocimiento tradicional, expresiones culturales tradicionales y recursos genéticos , aunque estas tres categorías muchas veces se intersectan. Desde hace casi 20 años, existe en el marco de la OMPI el Comité Intergubernamental sobre la Propiedad Intelectual, Recursos Genéticos, Conocimientos Tradicionales y Folclore (IGC) .

    Los países que participan en las sesiones del IGC discuten si es conveniente o no, y en qué forma, incorporar estos conocimientos a las legislaciones nacionales y tratados internacionales de propiedad intelectual. Otros convenios internacionales están involucrados, como los ADPIC   de la Organización Mundial del Comercio y el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales de la UPOV , así como el Convenio sobre la Diversidad Biológica y la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en el sistema de Naciones Unidas.

    Este asunto también está presente en distintos tratados de libre comercio, tanto en aquellos negociados entre países del norte y países del sur, como en los que se han firmado entre países del sur. Y finalmente, aparece en varias legislaciones nacionales sobre propiedad intelectual, comercio y biodiversidad, como en Ecuador, Costa Rica y Perú, por citar solo algunos ejemplos.

    A través de este intrincado entramado de reglas e instituciones, se fue construyendo un paradigma que tiende a conceder derechos de propiedad intelectual, ya sea convencionales o bajo algún régimen especial, sobre el conocimiento tradicional. Sin embargo, el debate no está cerrado y es parte de una “monstruosa contienda ideológica y cultural”, como la ha caracterizado Silvia Rodríguez Cervantes 

    ¿Privatizar el conocimiento tradicional?

    El dilema subyacente es entre considerar que el conocimiento tradicional puede ser una “propiedad intelectual” y por lo tanto puede privatizarse y mercantilizarse, o entenderlo como “un patrimonio colectivo de pueblos y comunidades”. En este debate no hay que olvidar la profunda hipocresía de las posiciones de Estados Unidos, los países europeos y Japón, que por un lado defienden que el conocimiento tradicional se mantenga en el dominio público, mientras por otro lado, exigen ampliar y extender la propiedad intelectual que sus industrias han desarrollado a partir de ese conocimiento (y del dominio público en general, apropiándoselo y privatizándolo, como lo ha descrito James Boyle al hablar de un “segundo movimiento de cercamiento”.

    Quienes abogan por el reconocimiento de la propiedad intelectual del conocimiento tradicional, a menudo argumentan que las comunidades donde se ha originado no obtienen el mismo reconocimiento y beneficios económicos que quienes luego los usan para plasmarlo en obras con derecho de autor o innovaciones patentables. Pero una vez que estos conocimientos entran en obras autorales o patentes, las comunidades son excluidas de los beneficios sociales de los nuevos trabajos creativos y de los avances tecnológicos. Tienen que adquirir las semillas mejoradas, los medicamentos y los bienes culturales en el mercado, o quedarse afuera de estos progresos.

    Por otro lado, el conocimiento tradicional y sus expresiones son el resultado de una circulación, intercambio e hibridación milenarias. Devienen de formas tradicionales de transmisión, que no reconocen un dueño ni una forma permanente a través del tiempo y el espacio. La preservación misma de estos conocimientos depende de sus cualidades para ser transmitidos a través de las generaciones, diseminados geográficamente y adaptados a las condiciones de vida cambiantes de las comunidades.

    Tensiones por restricciones a la circulación del conocimiento comunitario

    Encontramos entonces dos tipos de tensiones:

    • El ocultamiento del origen del conocimiento comunitario, local e indígena, y su mercantilización por parte de corporaciones.
    • La incongruencia entre un tipo de conocimiento que circula en formas populares de intercambio, y las restricciones a la circulación que impone la propiedad intelectual.

    Para facilitar la comprensión de estos dilemas, veamos un ejemplo. En la década de 1950, Violeta Parra viajó por todo Chile realizando una inmensa recopilación del folclore musical de su país. A partir de esa investigación, grabó discos con versiones inolvidables de las canciones tradicionales. Los beneficios de esas canciones fueron en su mayor parte para sellos multinacionales como BMG y EMI, y en mucho menor medida para Violeta Parra. Y debido a conflictos en torno a los derechos de su obra, hoy en día la divulgación social se ve dificultada, lo que limita las reediciones y versiones de su repertorio, obstruyendo el acceso de la sociedad chilena a su propio folclore.

    La pregunta es: ¿queremos que artistas de talento, como Violeta Parra, puedan investigar y crear a partir del folclore de nuestros pueblos? Sin dudas. ¿Pero queremos que esas obras populares, de carácter patrimonial, sean apropiadas por multinacionales de la industria del entretenimiento que obtienen rentas extraordinarias a costa de excluir del acceso a las grandes mayorías?

    Es justamente la posibilidad de explotar de forma privada y exclusiva las obras, la que genera esa apropiación y estas rentas. Por eso debemos cuestionar seriamente si la ampliación de la propiedad intelectual convencional a nuevos tipos de materiales culturales realmente previene la expoliación de los conocimientos tradicionales, o la profundiza.

    Nuevos elementos en el debate: el enfoque escalonado y las licencias Creative Commons

    En agosto de 2018, en el marco de la 37º sesión del IGC en la OMPI, se dio a conocer un artículo de Chidi Oguamanam que sintetiza el debate de18 años de la OMPI en este tema, y plantea un punto de partida para el consenso: el enfoque denominado “escalonado” o “diferenciado” (Tiered and Differentiated Approach). Por otra parte, también en 2018, Creative Commons (CC) publicó un borrador elaborado por Mehtab Khan con recomendaciones sobre cómo el conocimiento tradicional puede ser compartido, mencionando las propuestas del enfoque escalonado.

    El enfoque escalonado para el conocimiento tradicional postula que es preciso diferenciar distintos tipos de conocimientos para distinguir su grado adecuado de protección: desde el control exclusivo para ciertos conocimientos secretos o sagrados y muy identitarios de una comunidad específica, pasando por la atribución a las comunidades originarias en el caso de conocimientos ya difundidos pero identificados con ellas, hasta aquellos conocimientos tradicionales ampliamente difundidos que ya no son atribuibles a una comunidad específica y que claramente están en el dominio público. Así, se supera la dicotomía entre derechos exclusivos de propiedad intelectual y dominio público, que ha estancado el debate por años.

    El problema al que pretende dar respuesta la propuesta de Creative Commons, por su parte, es qué sucede con las obras del conocimiento tradicional que se digitalizan y se comparten en Internet. La transferencia de una obra autoral a los comunes, que es lo que habilita CC, está apoyada inicialmente en el derecho de autor. Pero el derecho de autor, tal como lo conocemos, no necesariamente se adapta a las obras del conocimiento tradicional, donde a veces las nociones mismas de “autor” y de “obra” expresada en un soporte resultan cuestionables, así como la relación de propiedad de uno sobre la otra. De ahí la pregunta: ¿quién puede decidir que una obra de conocimiento tradicional se comparte online? Asimismo, asumir que esta obra puede licenciarse con CC, es asumir que no está por defecto en dominio público, como muchas veces se supone que lo están, por ejemplo, las canciones folclóricas o las narraciones míticas.

    Khan sugiere que, para los casos en que se considera que una expresión de conocimiento tradicional no está en dominio público, las licencias Creative Commons pueden ser una herramienta para que las comunidades compartan estos trabajos de forma abierta.

    Además, menciona otras herramientas específicas para la difusión online de conocimiento tradicional que no está en dominio público, como las etiquetas de conocimiento tradicional, que de forma similar a las licencias, permiten aclarar términos y condiciones de uso requeridas por la comunidad de origen.

    Estas etiquetas están incorporadas en Mukurtu CMS, un sistema de gestión de contenidos web desarrollado por la Washington State University, que permite a las comunidades gestionar por sí mismas qué compartir y cómo, mediante protocolos definidos por ellas. Este tipo de etiquetado y los protocolos para aplicarlo pueden ser compatibles con el licenciamiento CC.

    Tanto el análisis impulsado por Creative Commons, como el enfoque escalonado, son referencias para buscar soluciones que respeten los derechos culturales de las comunidades donde se originan los conocimientos tradicionales, y al mismo tiempo permitan un uso y difusión amplios, especialmente en Internet. Pero no resuelven todas las tensiones, porque no aclaran por sí mismas lo que está en dominio público y lo que es propiedad exclusiva de una comunidad.

    La tensión sin resolver: propiedad intelectual, patrimonio cultural y cultura viva

    Elinor Ostrom, al criticar la idea de “tragedia de los comunes”, nos enseñó en su célebre obra “El gobierno de los bienes comunes” que estos bienes deben ser activamente protegidos, pero que esa protección puede tener una forma diferente que la de los derechos de propiedad. Las comunidades que comparten un bien común pueden establecer reglas de uso y desarrollar instituciones de control comunitarias, en lugar de distribuir títulos de propiedad individual.

    Aunque todos los conocimientos tradicionales y sus expresiones se originan en algún pueblo o comunidad, y aunque su difusión por el mundo se dio en el marco de la conquista y la colonización, en muchos casos ya han pasado a ser patrimonio común de la humanidad. El reconocimiento y la reparación son posibles, pero su retirada del dominio público para una gestión privada o comunitaria, no son deseables. Para estos casos, el concepto de patrimonio cultural es más pertinente, y el marco adecuado ya no es la institucionalidad de la propiedad intelectual, sino la Convención de UNESCO sobre patrimonio inmaterial de la humanidadClaramente el tango, el candombe, el merengue, el yoga o el día de los muertos, entre muchísimas otras, son manifestaciones culturales que hay que proteger y celebrar, pero bajo ningún concepto privatizar.

    Si en la era de la colonización la cultura de las comunidades tradicionales fue “descubierta” por los conquistadores, considerada como manifestación de una sociedad primitiva cuya apropiación significaba superioridad cultural y racial, en la era del capitalismo global actual, adquiere valor de mercado. Pasa a ser parte de experiencias “auténticas”, explotables a través de industrias culturales, como el turismo, la moda, el diseño y el espectáculo. Quedan excluidas del análisis las formas en que estas experiencias culturales tradicionales alimentan la cultura viva, que se expresa en los carnavales y fiestas populares, el arte callejero, el teatro comunitario, las danzas populares, y también en las prácticas emergentes de la cultura digital.

    La cultura viva de los pueblos se elabora constantemente a partir del uso, el intercambio, la reinterpretación y el ensamblaje de elementos de culturas diversas. Esta tarea, en tanto no privatiza los bienes comunes, tiene un sentido creativo, expresivo, liberador, ya que amplía el patrimonio cultural, le da nuevos sentidos, lo somete a la crítica y lo pone en relación con elementos de otras culturas.

    Luchar contra la lógica de dominación cultural

    Por supuesto, también sigue ocurriendo el aplastamiento de las culturas tradicionales, el silenciamiento, el desprecio y la banalización, basados en el racismo más violento. Pero para luchar contra esta lógica de dominación colonial que se perpetúa, es igualmente fundamental la tarea de difusión, de aprendizaje, de interpretación y de reutilización del patrimonio cultural de nuestros pueblos.

    La desigualdad, en el plano del conocimiento, que sufren las comunidades locales e indígenas, no se soluciona privatizando campos del conocimiento que aún quedan en dominio público. Sino, a la inversa, comunalizando todos los campos del conocimiento que hoy están privatizados bajo derecho de autor, patentes y demás instrumentos diseñados para profundizar la desposesión de los bienes comunes.

  • Una economía feminista de los comunes

    Una economía feminista de los comunes

    «Sharing economy» por Irene Rinaldi. CC BY-NC.

    Cuarto post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    “Si el bien común tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común”.

    Silvia Federici

    Ambivalencias y contradicciones de la economía colaborativa

    La investigadora catalana Mayo Fuster Morell en su ensayo “Una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica” afirma que una «característica de la producción colaborativa es su ambivalencia: puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, o surgir del más feroz corporativismo de corte capitalista.» En el libro «Comunes, economías de la colaboración», Marcela Basch discute sobre qué significa (y qué queremos que signifique) economía colaborativa: «Según quién lo diga, puede buscar representar un sistema de producción y consumo más justo y humano o la versión más extractiva del hipercapitalismo salvaje».

    El economista Santiago Álvarez Cantalapiedra hace una crítica a la idealización de la economía colaborativa, y analiza las distintas desigualdades que genera o profundiza, entre las cuales «la desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida.» En efecto, la supuesta igualdad que ofrecen las plataformas para intercambiar todo tipo de bienes y servicios de forma horizontal e igualitaria, ha demostrado dar paso a un mercado libre para la contratación desregulada de trabajo precario (choferes, repartidores, cuidadoras), sin responsabilidad por ningún tipo de efecto social y ambiental (el ejemplo más notorio es AirBnb y su efecto sobre el acceso a la vivienda en ciertos barrios de distintas ciudades).

    “Economía colaborativa” es una expresión polisémica y en disputa, que puesta frente a frente con otros conceptos, como economía de los comunes o economía solidaria, deja en evidencia que hay todo un campo de batalla semántico, reflejo de las tensiones generadas por el propio capitalismo en sus múltiples contradicciones.

    ¿Qué pasa si ponemos, frente a la economía colaborativa, el concepto de economía feminista? ¿Cómo se tensa y se subvierte el concepto?

    La invisible dimensión de género

    En el mismo ensayo citado al inicio, Mayo Fuster Morell hace notar la falta de perspectiva de género en el análisis de la economía colaborativa. Nos podríamos preguntar: ¿cuánto trabajo de cuidados y otras formas de trabajo no pago intervienen, pero permanecen invisibles, en la producción de bienes y servicios que son presentados como «colaborativos»? ¿El aspecto amable y sustentable de una economía compartida, no oculta formas de explotación, sumisión y subordinación que se sirven también de la desigualdad de género? Y es que la economía colaborativa puede ser tan androcéntrica como la economía a secas.

    Pensemos, por ejemplo, en Uber, que a la vez que se presenta como una empresa que brinda oportunidades a las mujeres para desarrollar una actividad económica independiente, flexible, sin jefes ni horarios, genera una brecha salarial por la cual las mujeres cobran un 7% menos que sus colegas varones. Uber se desentiende de la responsabilidad por esta brecha, argumentando que su algoritmo es neutral, no distingue el género de la persona que conduce y, por lo tanto, no puede ejercer una discriminación salarial. Las culpables, entonces, serían las propias mujeres, porque le dedican menos tiempo a la actividad, lo hacen en las horas y zonas menos provechosas y manejan a menor velocidad, con lo cual no alcanzan fácilmente el estatus de conductoras «experimentadas».

    Con este ejemplo, vemos que se hace necesario entender la articulación de la desigualdad de género con la precarización de la vida y el trabajo, que se manifiesta en estas grandes plataformas de la «sharing economy».

    Hacia una economía feminista de los comunes

    Trebor Scholz ha propuesto el cooperativismo de plataforma como una salida a las contradicciones de la economía colaborativa. En una síntesis muy escueta, la idea central es que existan muchos ubers y airbnbs, pero bajo el control democrático de usuarixs y trabajadorxs. Esta propuesta es mucho más cercana a la que se sostiene desde la cultura libre y también desde el ciberfeminismo, en cuanto a una producción, gestión y propiedad común de los bienes comunes digitales.

    En estos modelos de economía de los comunes, no hay un «mercado libre» donde un consumidor individual pueda demandar y recibir ofertas de emprendedores individuales para beneficiarse de bienes gratuitos o baratos gracias a la tecnología moderna. Lo que implican estos modelos es la responsabilidad compartida en el cuidado y el tejido de redes para una economía procomunal, como la caracteriza Helene Finidori, entendiendo los comunes como objeto, práctica y resultado al mismo tiempo. Considerar solamente los resultados e ignorar los procesos puede tener como consecuencia comunidades carentes de resiliencia y ambientes no saludables para la colaboración, fenómenos que se observan hasta en los ejemplos más emblemáticos de cultura libre y colaborativa, como el software libre y la Wikipedia.

    Un ejemplo de prácticas que articulan feminismo y procomún es el grupo de Facebook Mercada Feminista Uruguay. Aunque está en Facebook, no tiene tanta importancia, en principio, la plataforma utilizada. Porque la Mercada no es una plataforma, sino un tejido comunitario feminista. Importan más las dinámicas y los procesos que crean la Mercada, que la tecnología que eventualmente usan. Estos procesos no son proporcionados por la herramienta Facebook, sino que son propuestos y trabajosamente elaborados por las propias integrantes de la comunidad, que han establecido protocolos de comunicación, reglas de moderación, días y horarios de descanso para las moderadoras, entre otros elementos de construcción de comunidad. Las mujeres vienen generando este tipo de prácticas comunitarias desde hace siglos, en distintas comunidades y territorios. Como ejemplo tenemos el caso de las mujeres negras quilombolas en Brasil, que han tejido redes de cuidados y reproducción de la vida que perduran incluso luego de la migración a las ciudades (se puede leer una descripción de estas redes realizada por Bianca Santana, en el libro «Comunes, economías de la colaboración»).

    No es extraño entonces que encontremos estas prácticas también en internet, que a pesar de la colonización corporativa, sigue siendo un espacio donde las mujeres nos encontramos para generar creaciones colectivas y organización. El siguiente paso es recuperar estos espacios fértiles para la colaboración, como Facebook y otras plataformas, para migrar nuestras prácticas de construcción de lo común a espacios que funcionen bajo nuestras propias reglas ciberfeministas, alterando «el sentido individualista, patriarcal y capitalista de las TIC”, como dicen Verónica Araiza Díaz y Alejandra Martínez Quintero en su artículo “Tejiendo lo común desde los feminismos: economía feminista, ecofeminismo y ciberfeminismo”.

    La economía colaborativa, o mejor dicho, la economía de los comunes, desde un enfoque feminista, implica que los bienes físicos y digitales que necesitamos para la vida (para un «buen vivir», es decir, una vida que merezca ser vivida) también son producidos a través de prácticas sociales y culturales que hacen sostenible esta producción, que no es solamente económica, sino también social y afectiva. Citando a la economista feminista Amaia Pérez Orozco, es necesario «desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización del capital a los procesos de sostenibilidad de la vida».

    Pero poner en el centro la sostenibilidad de la vida no es una «cuestión de mujeres» como encargadas «naturales» de la reproducción. La sostenibilidad de la vida es una construcción política feminista, que el feminismo está poniendo en agenda, y que está estrechamente relacionada con la sostenibilidad de los comunes.

  • Petit Larousse, o los ciegos y el brontosaurio

    Petit Larousse, o los ciegos y el brontosaurio

    Esta serie de tres collages fue creada para la exposición What is Knowledge?, comisariada por Siko Bouterse y Marti Johnson, durante Wikimania 2018, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Es una obra colaborativa de Yamandú Cuevas, Julia Cuevas, Marta Villa, Mariana Fossatti, Mauricio Planel y Marcia Albuquerque.

    La obra viajó virtualmente entre Río de Janeiro (Brasil), Playa Verde y Solymar (Uruguay). Fue hecha usando técnicas analógicas y digitales. El proceso comenzó con tres collages manuales que fueron digitalizados y distribuidos entre el grupo, de los que resultaron tres nuevos collages digitales, que fueron a su vez modificados y remezclados entre sí, de manera que al final se llegó a un resultado con una identidad común que unifica las tres piezas para formar una obra que funciona como un tríptico.

    Como collagistas, trabajamos con material preexistente extraído de diversas fuentes, como enciclopedias, diccionarios, revistas populares y obras de referencia ilustradas. Es un material fascinante para trabajar, pero especialmente interesante para esta exposición, porque nos permite jugar con los sentidos tradicionales sobre qué es el conocimiento y cómo se lo representa, modificando las narrativas clásicas que se han utilizado para transmitirlo, en diferentes tiempos y contextos.

    Nuestra principal fuente de imágenes fue un diccionario Larousse en español, de 1985. Como todos los diccionarios, sigue un orden alfabético, pero ese orden es al mismo tiempo un desorden. Al pasar las páginas vemos países, máquinas, animales, plantas, símbolos y mapas mezclados en un caos fascinante. Es como un gran collage.

    Este trabajo es también una referencia a la parábola de los ciegos y el elefante. Diferentes partes del cuerpo de un brontosaurio (en lugar de un elefante) aparecen en cada collage: la cabeza, el tronco y la cola. De la misma manera que lo hacen los ciegos, percibimos diferentes partes de un animal desconocido. Entonces es necesario compartir nuestras percepciones individuales para llegar a un acuerdo sobre lo que es ese animal. Y al igual que los ciegos en la parábola, lo intentamos, aunque nunca será posible una interpretación única.

    Los tres collages que componen la obra están bajo una licencia Creative Commons Atribución-Compartir Igual, y se encuentran disponibles para descargar en Flickr y en Wikimedia Commons, donde podrán encontrarlos junto a las demás obras de la exhibición.

  • Por qué celebrar (y preocuparse por) el dominio público en Uruguay

    Por qué celebrar (y preocuparse por) el dominio público en Uruguay

    Ilustración del día del dominio público 2018, del Duke Law School’s Center for the Study of the Public Domain

    Un nuevo año llega. Otra ocasión para festejar el Día del Dominio Público. Esta celebración internacional se realiza el primer día del año para llamar la atención sobre las obras de autoras y autores que pasan a ser libres de las restricciones del copyright y a partir de ahora son parte del patrimonio común de toda la sociedad.

    En Uruguay esta celebración tiene un dejo amargo: aquí el dominio público no es de uso gratuito, como sí lo es en prácticamente todos los países del mundo. ¿Qué importancia tiene esta peculiar situación de Uruguay y por qué debería importarnos? Veamos en primer lugar qué es el dominio público y por qué cada primero de enero hay que festejar su existencia. Y preocuparse por su futuro.

    El dominio público es el patrimonio intelectual común de la humanidad. Está compuesto por obras autorales, pero también por inventos, ideas, conceptos y toda una serie de elementos que son esenciales para la transmisión y el avance colectivo de la cultura. Es cierto que muchas de las cosas que están hoy en dominio público han estado inicialmente restringidas por la propiedad intelectual. Algunos de estos elementos, como las obras y las invenciones técnicas, llegan al dominio público después de un período de tiempo, mientras que otros, como las nociones matemáticas, son parte del dominio público desde su concepción.

    La característica del dominio público es que todos los elementos que finalmente lo componen pueden ser accedidos, reproducidos, divulgados, expuestos, adaptados, traducidos y reutilizados de la forma más libre y, en la mayor parte del mundo, gratuitamente, sin que se interpongan barreras económicas que limiten su uso. El dominio público no debería ser de uso exclusivo de quien pueda pagar. Quizás, en un marco de capitalismo salvaje, puede sonarle raro a algunos que algo tan valioso constituya una riqueza común y no un bien exclusivo. Pero la finalidad de que exista un dominio público libre y gratuito es muy simple: es la base común de conocimientos necesarios para futuras creaciones.

    ¿Cómo llegan las obras autorales al dominio público? Quienes crean una obra original gozan durante su vida de ciertos privilegios otorgados por ley, que se extienden también a sus herederos por algunas décadas, hasta que la obra finalmente entra en el dominio público. Es importante entender que el dominio público no es creado por la ley, sino al revés: la ley le impone una restricción temporal al dominio público, reservando derechos exclusivos, pero temporales, a personas y corporaciones titulares de obras. Estos derechos se reservan durante la vida del autor y por un lapso posterior a su muerte, que en Uruguay es de 50 años.

    El dominio público es amenazado permanentemente por el intento de alargar este tiempo de derechos exclusivos y reservados. Hay quienes sostienen la idea, un poco absurda, de que esto se debe a las crecientes expectativas de vida de los autores y herederos. Pero en realidad, no se debe a otra cosa que a los requerimientos de corporaciones que lucran con los derechos exclusivos de algunas obras. La ley que extendió el plazo de copyright en Estados Unidos en 20 años, la “Sonny Bono Act”, de 1998, fue conocida peyorativamente como la ley “Mickey Mouse” porque parecía diseñada para mantener vigentes los derechos exclusivos sobre el ratón que tantas ganancias genera a la Walt Disney Company. Debido a esta extensión del plazo, el dominio público se congeló en los Estados Unidos, donde no ingresan nuevas obras al mismo desde 1998. Países que han firmado tratados de libre comercio con Estados Unidos, como en el caso de Chile, tuvieron que subir sus plazos de copyright de forma similar y están en la misma situación de un dominio público que no crecerá por varios años.

    El sentido de celebrar un día del dominio público es proteger a este patrimonio común del asedio de las corporaciones que aspiran a su privatización. La sociedad civil movilizada logró, en 2013, que en nuestro país no se aumente el plazo de copyright de las obras de 50 a 70 años después de la muerte del autor. Evitamos que un período de 20 años de dominio público se privatizara.

    Sin embargo, todavía tenemos un dominio público a medias, un dominio público pagante. Esto implica condicionar el ejercicio de un derecho de toda la sociedad, por la obligación de pagar una tarifa. Esta tarifa es cobrada por AGADU, la entidad recaudadora de derechos de autor, y tiene el mismo costo que el uso de obras en dominio privado. La recaudación es transferida al Estado, no sin aplicarle antes las comisiones administrativas de AGADU. Luego de este descuento, lo que le queda al Estado termina llegando a un conjunto de fondos públicos culturales con el objetivo de apoyar nuevas creaciones. Sin embargo, hay que tener presente que el principal usuario del dominio público es el propio Estado, a través del uso de obras clásicas por parte de las orquestas, coros y elencos de ópera, danza y teatro. Cada vez que se ejecuta la música de El Cascanueces en el Ballet Nacional del Sodre, es el Estado quien abona a AGADU por el uso del dominio público pagante, aunque Chaikovski haya muerto en 1893. Ese dinero vuelve al Estado (después de descontar el mencionado costo administrativo), y desde ahí se vuelca a algunos fondos culturales. Pero estos fondos no se alimentan únicamente del dominio público pagante; la mayor parte de los recursos para el incentivo de la cultura en nuestro país, proviene del presupuesto nacional. De hecho, como hemos visto, incluso la mayor parte de lo recaudado por dominio público proviene del presupuesto del mismo Estado, aunque podría llegar de una forma más directa a los fondos culturales, sin pagar peaje al pasar por AGADU.

    En 2018 entran en dominio público en Uruguay las obras de autoras y autores que fallecieron en 1967. Del ámbito internacional podemos contar a Violeta Parra, el Che Guevara, John Coltrane, Carson McCullers, René Magritte, Dorothy Parker, Robert Oppenheimer, Anthony Mann, Zinaida Serebriakova, Edward Hopper y Tudor Arghezi, entre muchos otros. Del ámbito nacional: Horacio Arredondo, Josefina Lerena Acevedo de Blixen, Enrique Casaravilla Lemos, Ricardo Aguerre y Andrés Feldman, entre otros. Les estaremos dando la bienvenida al dominio público 20 o más años antes que en otros países. Sin embargo, para muchos usos de estas obras, habrá que pagar una tarifa directamente a AGADU, como se venía haciendo cuando estaban en dominio privado. Otros usos, si es que son exonerados del pago por el Consejo de Derecho de Autor del MEC, podrán realizarse libremente.

    Para una celebración plena del día del dominio público, debemos exigir que esta tarifa, tan rara como injusta, sea eliminada. El resultado será un acceso más amplio y democrático a las obras que ya cumplieron el largo plazo de exclusividad establecido por la ley. Obras que podrán generar nuevas obras y tener nuevas vidas en formato analógico o digital, y en todos los que estén por venir.

    Información de interés sobre dominio público:
  • La cultura libre no es una filosofía

    La cultura libre no es una filosofía

    De un tiempo a esta parte, siento que la tarea de quienes militamos por la cultura libre se encuentra con una dificultad: la generalización de la cultura libre como una «filosofía» o una «actitud» que se lleva a distintos ámbitos de la vida.

    Ilustración del post por Cristóbal Schmal. Fuente: Flickr, licencia CC BY-NC.

    Tal vez esto suena a una resistencia a que el concepto se popularice entre no-militantes sin iniciación, y así se desdibuje o se «bastardee». Nada más lejos de lo que quiero decir. Por el contrario, soy muy partidiaria de la apropiación social de cualquier idea, sobre todo de aquellas ideas por las cuales milito. Y si la idea de cultura libre se transfiere a cada vez más sectores y prácticas, no me voy a quejar, al contrario, eso me parece una gran noticia, señal de que algo estamos haciendo bien. Pero la dificultad, como toda vez que eso sucede en cualquier ámbito, está en transferir efectivamente, junto con la idea, las consecuencias prácticas concretas que quiero que tenga esa idea. No me refiero a que la idea se mantenga «pura», sino a que su diseminación lleve a transformaciones concretas, reales, en el mundo. Que para eso militamos.

    ¿Es la cultura libre tu filosofía?

    Cuando decís que tu filosofía es la de la cultura libre, seguramente querés decir que no te molesta compartir los recursos inmateriales que tenés a disposición: conocimientos, información, ideas, obras, software, etc. Es posible que quieras llevar esta premisa también a los recursos materiales para compartir espacios, máquinas, herramientas, tierra, semillas, etc. E incluso extenderla a tus relaciones, significando con esto que tu filosofía es la de la apertura, horizontalidad, disposición a colaborar y a poner en común redes de vínculos y capital social. Y está muy bien. Todo esto es parte de lo que el movimiento de cultura libre quiere lograr.

    Para alcanzar estos objetivos con efectividad en un mundo donde la propiedad privada de todos esos recursos es todavía una institución hegemónica y las barreras de acceso por clase, género y raza están vigentes, hay que cuestionar esa propiedad y esas barreras. Y hay que cuestionarlas batallando, porque no será de manera amable que quienes concentran la propiedad, ya sea de los recursos materiales como inmateriales, estén dispuestos a renunciar a sus privilegios.

    Aunque me interesa cuestionar la propiedad privada de los recursos en todas sus dimensiones, en el ámbito específico de la cultura, las relaciones de propiedad funcionan a través de una regulación que crea monopolios artificiales sobre bienes intangibles (que son imposibles de cercar como si fuesen un campo, justamente por su naturaleza inmaterial). Este artificio se llama «propiedad intelectual» y es un gran saco en el que se meten muchas cosas disímiles que tienen distintas regulaciones: las patentes, el copyright, las marcas y otras «protecciones» que en realidad son restricciones sobre la circulación y uso social del patrimonio cultural y del progreso científico y tecnológico. Como es sabido, son mayormente corporaciones de países desarrollados quienes concentran la propiedad intelectual y trabajan sin descanso por una regulación cada vez más restrictiva, de acuerdo a sus intereses económicos.

    De la filosofía a la práctica

    Si esa propiedad intelectual concentrada en pocos actores es algo que te choca, y si te cabe más la cultura común y compartida, tenés que entender que acá hay más que una bonita idea con la que estar «filosóficamente» de acuerdo. Si tu filosofía es la de la cultura libre, tenés que entender que las regulaciones de propiedad intelectual actúan más allá de tus deseos y buenas intenciones. Si tu intención es «ser cultura libre», entonces tus obras también tienen que serlo. Pero ¿sabías que toda obra autoral nace con copyright desde el primer momento, sin necesidad de hacer ningún registro? Para practicar entonces tu filosofía del compartir, tenés que empezar por liberar tus propios trabajos creativos de las restricciones del copyright por defecto.

    Y es que, más allá de cualquier metáfora o equivalencia de sentido, hay una muy clara, práctica y concreta “definición de trabajos culturales libres”. Según esta definición, “libre” significa:

    • la libertad de usar el trabajo y disfrutar de los beneficios de su uso
    • la libertad de estudiar el trabajo y aplicar el conocimiento adquirido de él
    • la libertad de hacer y redistribuir copias, totales o parciales, de la información o expresión
    • la libertad de hacer cambios y mejoras, y distribuir los trabajos derivados

    Podemos llevar estas libertades a muchos ámbitos de la vida, pero en el ámbito de las obras culturales su significado es muy concreto y se hace efectivo a través del licenciamiento libre de las obras y de su puesta a disposición del público facilitando, o al menos no obstaculizando, las vías de acceso gratuitas. No alcanza con subir tus obras a Internet, ni con decirle a un par de personas allegadas que pueden copiar, o «inspirarse» en tu trabajo (algo que por otra parte, pueden hacer, porque la propiedad intelectual no controla la inspiración). Tampoco es suficiente con poner en algún lugar de los créditos de la obra una licencia Creative Commons, si mantenés la versión digital guardada en algún lugar privado o de acceso restringido.

    Pero además de licenciar obras propias y compartirlas, es importante apoyar cambios a la ley de derecho de autor a favor del acceso a la cultura. Porque aunque nos pongamos de acuerdo entre mucha gente convencida y dispuesta a brindar acceso a sus obras, es necesario que el acceso se convierta en derecho efectivo de todas las personas a través de un conjunto amplio de excepciones al régimen monopólico de derecho de autor.

    Cuando asumís la cultura libre como una «filosofía» que podés llevar a cualquier ámbito de la vida, la gracia está en que también asumas lo que eso conlleva. No es un slogan que se dice para apoyar una causa. Es una actividad que se practica y una causa que se milita. Tal vez, por algún motivo, la práctica de la cultura libre te genere dudas o tengas dificultades para instrumentarla. Pero la forma de resolver las dudas y superar los obstáculos es buscando información o preguntando, porque no hay comunidad más dispuesta a compartir conocimientos y experiencia que la comunidad de la cultura libre.

    La cultura libre es más que una filosofía. En realidad, no es una filosofía, es una práctica concreta. Si queremos trasladarla y generalizarla, y hasta tomarla como inspiración o ejemplo en otros ámbitos, la mejor forma es empezar por practicarla de forma consistente en su ámbito específico, que es la socialización de la cultura y del conocimiento. Porque la cultura libre, en definitiva, sirve para un fin muy concreto: crear un fondo común de cultura compartida. Solo así la cultura libre se traduce en transformaciones reales, generales y perdurables.

  • Se llama militancia

    Se llama militancia

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    Me metí desde hace algunos años en un tema que es bien peliagudo. Me metí en el debate de los derechos de autor, una institución que parece incuestionable e inamovible, como si no hubiera sido construida, debatida y cambiada una y mil veces a lo largo de la historia.

    Entiendo que me meto en problemas por entrar en ese debate, y lo hago gustosamente porque no lo hago sola. Otros que se habían metido mucho antes que yo, me influyeron y me convencieron de que era algo importante, así como a mis actuales compañeros de Creative Commons Uruguay, una banda de nerds de varias ramas, entre ellas el derecho, pero también la música, la escritura, la docencia, la bibliotecología, la informática, las humanidades, las ciencias. Con esta banda empezamos a promover un capítulo local de Creative Commons, que es una organización internacional sin fines de lucro. Lo que hace Creative Commons es promover la cultura libre mediante herramientas legales para ejercer el derecho de autor de manera alternativa a «todos los derechos reservados». Nos pareció que esta herramienta era necesaria acá, en Uruguay, porque mucha gente venía publicando sus trabajos con este tipo de licenciamiento, o quería hacerlo pero no sabía bien cómo. Entre otras cosas, damos asesoramiento gratuito a quienes quieren licenciar con CC, aunque esto es algo que cualquiera puede hacer buscando información en Internet.

    Pero también nos fuimos convenciendo, así como el resto de la comunidad CC a lo largo del mundo, de que hacía falta una reforma legal del derecho de autor. Si bien las licencias ayudan a hacer más disponible la cultura (hay mil millones de obras licenciadas), esto es solamente un parche para enfrentar la escalada global del copyright sobre los derechos culturales.

    Me acuerdo que en 2013, durante la cumbre mundial de CC en Buenos Aires, estábamos los integrantes de capítulos de todo el mundo, en una especie de asamblea en una de las salas del Teatro General San Martín. No me acuerdo el tema de esa reunión, creo que era para hablar del «futuro» de la comunidad, o algo así. Cada uno, la mayoría en un inglés horrible (porque éramos muchos los latinoamericanos, africanos, asiáticos y europeos), contaba que de un modo u otro había terminado metido espontáneamente en debates nacionales sobre la reforma del copyright. Creative Commons no tenía entonces entre sus objetivos promover esa reforma, y de hecho en Estados Unidos, donde nació la organización, está legalmente inhibida para hacer lo que los yanquis llaman lobbying. En aquella reunión no intervenía nadie de la sede central, o por lo menos, claramente, no estaban dirigiendo la reunión. Aquel día cayeron en la cuenta de que la gente de los distintos capítulos nacionales los querían meter en el brete de apoyar la reforma del copyright, y al final tuvieron que ceder y salió la Declaración de Buenos Aires apuntando a este nuevo objetivo. Fuimos nosotros, cada cual desde su país, quienes le exigimos a Creative Commons entrar en esto.

    Cada uno se volvió para su país y acá en Uruguay nos metimos de lleno en el tema. Ya nos habíamos opuesto a un aumento del plazo del copyright, que fue frenado por una fuerte oposición social. Después nos metimos en el debate de las fotocopias y hasta repartimos algún volante diseñado y fotocopiado por nosotros mismos. Fuimos a las conferencias ciudadanas Sumar, organizadas por el MEC, y seguimos activando el debate desde la plataforma Derecho a la Cultura, que compartimos con muchas otras instituciones.

    Al día de hoy, el Parlamento uruguayo ya le dio media sanción a una reforma del derecho de autor orientada a alcanzar el equilibrio entre los derechos de los autores y los derechos ciudadanos. Pero no fue nuestra plataforma la que logró este avance, sino que fueron los estudiantes de la FEUU organizados, reivindicando su derecho a estudiar. Ellos juntaron más de 10.000 firmas, redactaron un proyecto junto con profesores de Derecho, hicieron pancartas y campañas online, hablaron con los legisladores y se metieron en muchos más problemas, juntos. Y tendrán que seguir.

    Sin esa fuerza social, esta propuesta no sería nada, no tendría chances de avanzar. Por más que desde 2009 el propio Ministerio de Educación y Cultura, a través de su Consejo de Derecho de Autor, viene trabajando en una reforma legislativa integral, seguramente frenada por las mismas cámaras empresariales que se oponen a cualquier cambio que hipotéticamente los pueda perjudicar en su interés económico. Hasta que los estudiantes no se pusieron en marcha, hasta que no se sumaron el PIT-CNT, la Universidad de la República y distintas organizaciones sociales, este cambio en la legislación no tuvo posibilidades reales, era un mero debate, un tema de conversación. Hasta que senadores del Frente Amplio le pusieron la firma al proyecto para que entrara al Parlamento, le dieron impulso y luego lo votaron, era una débil idea que podría parecer sensata, pero en la que nadie se había querido embarcar por los intereses que toca.

    A todo esto, algunos dicen que semejante lío se armó gracias a generosos financiamientos internacionales, provenientes de los ricos valles del silicio. Aparentemente las multinacionales tecnológicas estarían financiando todo este atentado contra el libro, contra el autor, contra la cultura nacional. Utilizarían para ello a sus secuaces locales. Esos vendríamos a ser nosotros, mis compañeros de equipo de Creative Commons, y yo. Por supuesto que eso es una mentira. Tampoco creo que esas empresas nos quieran apoyar mucho, al menos después de algunas opiniones críticas que dimos, por ejemplo en este mismo blog, sobre Google o Uber. Pero no escribo para responder a esas suspicacias menores.

    Escribo porque me llama poderosamente la atención que los opositores a este proyecto de ley no entiendan que la gente puede ser simplemente voluntaria, activista, o lo que a mí me gusta llamar, militante. Puedo comprender que actores corporativos que cuentan con personal rentado, como la Cámara Uruguaya del Libro y AGADU, no crean en la militancia, sino pura y exclusivamente en el lobby; esa es su lógica y no pueden entender otra. Siempre debe haber «algo» atrás, una suerte de poder oculto o algo así. No es raro que lo piensen, ya que este tipo de actores desarrollan su agenda normalmente en ámbitos cerrados y discretos, hasta que el debate público los obliga a salir a dar la cara y presentarse con su discurso conservador en los medios.

    Lo que me genera bastante tristeza es que muchos crean que el mundo está perfectamente dominado por lobbys, ante lo cual la única actitud posible sería el cinismo.

    Yo quisiera creer, en cambio, que vivo en una época que vuelve a creer en los militantes. Me gustaría que fuera más verosímil la idea de que a la gente a veces le da por juntarse a militar. Gente que, siendo mínimamente capaz, no más astuta ni adinerada que el promedio, se da cuenta de que no queda otra que juntarse y meterse en problemas, de la forma más linda que hay: unidos y organizados.