Categoría: Tec & Soc

  • Entrevista sobre voto electrónico

    Entrevista sobre voto electrónico

    Fotograma inicial del documental «Caja negra: el mito del voto electrónico».

    Fui invitada por Gabriel Budiño a su columna radial Economía Digital de La Catorce 10 para conversar sobre voto electrónico en Uruguay. Como es común después de un domingo de elecciones (en este caso, las elecciones internas de 2019), no faltan voces reclamando la implementación del voto electrónico como la supuesta «solución» a muchos supuestos «problemas», como la velocidad del recuento de votos. Y aunque en la noche del domingo ya se sabía con claridad quiénes serían los candidatos de las elecciones generales de octubre, parece que la rapidez y confiabilidad de las elecciones en Uruguay no son suficientes. Aunque no hay en este momento ninguna propuesta concreta y seria de implementación, les dejo con la entrevista, y un montón de buenos argumentos en contra del voto electrónico y de su uso en Uruguay.

    Para informarse más sobre voto electrónico y sus contreoversias, recomiendo:

  • Una economía feminista de los comunes

    Una economía feminista de los comunes

    «Sharing economy» por Irene Rinaldi. CC BY-NC.

    Cuarto post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    “Si el bien común tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común”.

    Silvia Federici

    Ambivalencias y contradicciones de la economía colaborativa

    La investigadora catalana Mayo Fuster Morell en su ensayo “Una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica” afirma que una «característica de la producción colaborativa es su ambivalencia: puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, o surgir del más feroz corporativismo de corte capitalista.» En el libro «Comunes, economías de la colaboración», Marcela Basch discute sobre qué significa (y qué queremos que signifique) economía colaborativa: «Según quién lo diga, puede buscar representar un sistema de producción y consumo más justo y humano o la versión más extractiva del hipercapitalismo salvaje».

    El economista Santiago Álvarez Cantalapiedra hace una crítica a la idealización de la economía colaborativa, y analiza las distintas desigualdades que genera o profundiza, entre las cuales «la desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida.» En efecto, la supuesta igualdad que ofrecen las plataformas para intercambiar todo tipo de bienes y servicios de forma horizontal e igualitaria, ha demostrado dar paso a un mercado libre para la contratación desregulada de trabajo precario (choferes, repartidores, cuidadoras), sin responsabilidad por ningún tipo de efecto social y ambiental (el ejemplo más notorio es AirBnb y su efecto sobre el acceso a la vivienda en ciertos barrios de distintas ciudades).

    “Economía colaborativa” es una expresión polisémica y en disputa, que puesta frente a frente con otros conceptos, como economía de los comunes o economía solidaria, deja en evidencia que hay todo un campo de batalla semántico, reflejo de las tensiones generadas por el propio capitalismo en sus múltiples contradicciones.

    ¿Qué pasa si ponemos, frente a la economía colaborativa, el concepto de economía feminista? ¿Cómo se tensa y se subvierte el concepto?

    La invisible dimensión de género

    En el mismo ensayo citado al inicio, Mayo Fuster Morell hace notar la falta de perspectiva de género en el análisis de la economía colaborativa. Nos podríamos preguntar: ¿cuánto trabajo de cuidados y otras formas de trabajo no pago intervienen, pero permanecen invisibles, en la producción de bienes y servicios que son presentados como «colaborativos»? ¿El aspecto amable y sustentable de una economía compartida, no oculta formas de explotación, sumisión y subordinación que se sirven también de la desigualdad de género? Y es que la economía colaborativa puede ser tan androcéntrica como la economía a secas.

    Pensemos, por ejemplo, en Uber, que a la vez que se presenta como una empresa que brinda oportunidades a las mujeres para desarrollar una actividad económica independiente, flexible, sin jefes ni horarios, genera una brecha salarial por la cual las mujeres cobran un 7% menos que sus colegas varones. Uber se desentiende de la responsabilidad por esta brecha, argumentando que su algoritmo es neutral, no distingue el género de la persona que conduce y, por lo tanto, no puede ejercer una discriminación salarial. Las culpables, entonces, serían las propias mujeres, porque le dedican menos tiempo a la actividad, lo hacen en las horas y zonas menos provechosas y manejan a menor velocidad, con lo cual no alcanzan fácilmente el estatus de conductoras «experimentadas».

    Con este ejemplo, vemos que se hace necesario entender la articulación de la desigualdad de género con la precarización de la vida y el trabajo, que se manifiesta en estas grandes plataformas de la «sharing economy».

    Hacia una economía feminista de los comunes

    Trebor Scholz ha propuesto el cooperativismo de plataforma como una salida a las contradicciones de la economía colaborativa. En una síntesis muy escueta, la idea central es que existan muchos ubers y airbnbs, pero bajo el control democrático de usuarixs y trabajadorxs. Esta propuesta es mucho más cercana a la que se sostiene desde la cultura libre y también desde el ciberfeminismo, en cuanto a una producción, gestión y propiedad común de los bienes comunes digitales.

    En estos modelos de economía de los comunes, no hay un «mercado libre» donde un consumidor individual pueda demandar y recibir ofertas de emprendedores individuales para beneficiarse de bienes gratuitos o baratos gracias a la tecnología moderna. Lo que implican estos modelos es la responsabilidad compartida en el cuidado y el tejido de redes para una economía procomunal, como la caracteriza Helene Finidori, entendiendo los comunes como objeto, práctica y resultado al mismo tiempo. Considerar solamente los resultados e ignorar los procesos puede tener como consecuencia comunidades carentes de resiliencia y ambientes no saludables para la colaboración, fenómenos que se observan hasta en los ejemplos más emblemáticos de cultura libre y colaborativa, como el software libre y la Wikipedia.

    Un ejemplo de prácticas que articulan feminismo y procomún es el grupo de Facebook Mercada Feminista Uruguay. Aunque está en Facebook, no tiene tanta importancia, en principio, la plataforma utilizada. Porque la Mercada no es una plataforma, sino un tejido comunitario feminista. Importan más las dinámicas y los procesos que crean la Mercada, que la tecnología que eventualmente usan. Estos procesos no son proporcionados por la herramienta Facebook, sino que son propuestos y trabajosamente elaborados por las propias integrantes de la comunidad, que han establecido protocolos de comunicación, reglas de moderación, días y horarios de descanso para las moderadoras, entre otros elementos de construcción de comunidad. Las mujeres vienen generando este tipo de prácticas comunitarias desde hace siglos, en distintas comunidades y territorios. Como ejemplo tenemos el caso de las mujeres negras quilombolas en Brasil, que han tejido redes de cuidados y reproducción de la vida que perduran incluso luego de la migración a las ciudades (se puede leer una descripción de estas redes realizada por Bianca Santana, en el libro «Comunes, economías de la colaboración»).

    No es extraño entonces que encontremos estas prácticas también en internet, que a pesar de la colonización corporativa, sigue siendo un espacio donde las mujeres nos encontramos para generar creaciones colectivas y organización. El siguiente paso es recuperar estos espacios fértiles para la colaboración, como Facebook y otras plataformas, para migrar nuestras prácticas de construcción de lo común a espacios que funcionen bajo nuestras propias reglas ciberfeministas, alterando «el sentido individualista, patriarcal y capitalista de las TIC”, como dicen Verónica Araiza Díaz y Alejandra Martínez Quintero en su artículo “Tejiendo lo común desde los feminismos: economía feminista, ecofeminismo y ciberfeminismo”.

    La economía colaborativa, o mejor dicho, la economía de los comunes, desde un enfoque feminista, implica que los bienes físicos y digitales que necesitamos para la vida (para un «buen vivir», es decir, una vida que merezca ser vivida) también son producidos a través de prácticas sociales y culturales que hacen sostenible esta producción, que no es solamente económica, sino también social y afectiva. Citando a la economista feminista Amaia Pérez Orozco, es necesario «desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización del capital a los procesos de sostenibilidad de la vida».

    Pero poner en el centro la sostenibilidad de la vida no es una «cuestión de mujeres» como encargadas «naturales» de la reproducción. La sostenibilidad de la vida es una construcción política feminista, que el feminismo está poniendo en agenda, y que está estrechamente relacionada con la sostenibilidad de los comunes.

  • Descolonizar la gobernanza de internet

    Descolonizar la gobernanza de internet

    Participantes de la conferencia Descolonizando Internet, en Cape Town.

    Tercer post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    En los últimos cinco años, los reportes sobre conectividad en el mundo muestran impresionantes avances: los informes de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) registran un aumento del 9% y del 20% anual de las suscripciones a banda ancha fija y móvil respectivamente, y este crecimiento es más fuerte aún en el sur global.

    A la vez, conforme avanzan los niveles de acceso a la red, aumenta la preocupación por la brecha digital persistente. Con un 51% de la población con acceso a internet, la gran pregunta parece ser: ¿cómo se conectará la “segunda mitad”? Considerando en esta segunda mitad muy especialmente a la población rural y de las periferias urbanas, a los pobres y a las mujeres de los países con marcadas brechas de género

    La construcción de indicadores de conectividad en el mundo viene acompañada de un discurso de progreso. Un discurso que habla de expansión de los negocios, modernización del Estado, aumento del empleo, acceso a las finanzas, transformación de la educación y globalización de la oferta de cultura y entretenimiento. Parece que internet es la puerta de entrada de las condiciones de desarrollo, hacia la que hay que traer a la población «offline» que todavía vive en un mundo desconectado, apagado, apartado de estas oportunidades de progreso

    El discurso de progreso y el acceso a internet

    En este artículo propongo reflexionar críticamente sobre el discurso de progreso o desarrollo lineal, después de participar en la primera conferencia Descolonizando Internet , en Ciudad del Cabo, y más tarde, seguir por streaming la 11º edición del Foro de Gobernanza de Internet, región América Latina y Caribe (LACIGF) que tuvo lugar en Buenos Aires. El eje de mi reflexión es cómo un marco de pensamiento descolonial permitiría repensar la gobernanza global de internet, un asunto que se ha ampliado con el tiempo y que no se refiere únicamente a las cuestiones técnicas, sino a aspectos profundamente políticos. Cuando se discuten asuntos como las regulaciones que afectan a internet, la neutralidad de la red, el uso de los datos y contenidos, ¿qué internet se discute? ¿internet de quiénes y para quiénes? ¿Qué internet es la que se está promoviendo para el 49% todavía no conectado?

    La brecha digital, así como toda brecha de desarrollo, no se da en un camino lineal de progreso, donde hay una meta final a alcanzar y solamente hace falta impulsar la transición de las naciones menos adelantadas. En cambio, la incorporación de nuevos territorios y poblaciones a internet es como la incorporación al capitalismo: ocurre en un esquema colonial de dependencia y subordinación. Como dice Renata Ávila en un ensayo reciente: «las poblaciones del mundo que todavía están desconectadas son el territorio en disputa de los imperios tecnológicos»

    Esta «segunda mitad» va a llegar a una internet cada vez más concentrada en pocos monopolios muy influyentes. Las nuevas generaciones de usuarias y usuarios, que acceden desde sus móviles, se están encontrando con un conjunto de servicios online, antes que una red abierta, libre y distribuida. Están llegando tardíamente a los debates sobre regulación y políticas de internet, porque las reglas están moldeadas desde los intereses de corporaciones y países centrales (copyright, ciberdelitos, responsabilidad de intermediarios, protección de datos, comercio de servicios, etc.)

    Derechos humanos, poder corporativo y democracia real en la red

    La discusión sobre la gobernanza de internet en foros como el FGI tiene que ir más allá de la preocupación por las diferencias de acceso y uso de las tecnologías, para entrar en los conflictos entre derechos humanos y poder corporativo. De lo contrario, se impone a estas nuevas poblaciones online una agenda colonial de internet. Una agenda que requiere conectar aceleradamente a la población que todavía no tiene acceso a internet, pero que a la vez exige libertad para hacer negocios sobre la base del extractivismo de datos en todo el mundo, e impone barreras para el uso local del conocimiento y la tecnología, bajo la forma de protección de la propiedad intelectual.

    Pero incluso los proyectos que representan una alternativa real a la internet mercantilizada, no escapan de la reproducción de patrones de poder y dominación. Un ejemplo de ello es Wikipedia, o las comunidades de software libre, donde encontramos que el conocimiento es construido desde grupos privilegiados, por varones blancos, con acceso a la tecnología y a la formación técnica, en países centrales, aún cuando el 75% de la población online se encuentra en el sur global, y por lo menos la mitad somos mujeres. La conferencia Descolonizando Internet hizo foco precisamente en quién y cómo se construye el conocimiento que llega a estar online, para plantear que hay una brecha más compleja, que no es solamente de acceso al conocimiento. Es una brecha en el conocimiento.

    Para pensarlo desde un ejemplo, tomemos el tema de las “fake news” y la desinformación (un asunto que está de moda y que tuvo su panel en el LACIFG). ¿Cómo determinarán las plataformas como Facebook cuál es el conocimiento supuestamente «fiable», que es la base para «detectar» noticias falsas? Se está encomendando esta tarea a una combinación de redes de chequeadores de noticias y herramientas de machine learning. Sin embargo, es altamente probable que queden por fuera del alcance y los criterios de este aparato de la verdad, los conocimientos de comunidades marginalizadas que no están online, o que, estando online, son invisibilizados y afectados por sesgos sistemáticos.

    ¿Cómo cuestionamos entonces las asimetrías de poder y el colonialismo digital, en el marco de la gobernanza de internet? Internet opera en un mundo globalizado e interconectado y su mapa está configurado por esa realidad. Pero internet también entraña un proyecto internacionalista, y es un bien común de la humanidad. Hoy opera bajo reglas capitalistas, coloniales y patriarcales que expresan el poder de pocas empresas y de una infraestructura basada prácticamente en un solo país, pero moviendo capitales por todo el mundo.

    La respuesta no es un repliegue en lo local, en la soberanía estatal o en la autonomía individual. Tampoco es suficiente con exigir adaptaciones y enfoques localistas a las corporaciones globales, porque de hecho Facebook, Google y otras corporaciones tienen enfoques locales, nacionales y regionales, que les resultan muy útiles para ampliar sus mercados.

    Lo que necesitamos es una democracia real en la red, que le permita a la población ya conectada y a los que vendrán, decidir cómo se conectarán y participar en igualdad de condiciones en la definición de las reglas de un mundo inevitablemente interconectado, pero no inevitablemente injusto y desigual.

  • Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    Violencia de género en línea: un enfoque tecnopolítico

    “Cyborrrg antes que diosa”, poFlopi Aguirre / TEDIC. CC BY-SA

    Segundo post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    La violencia de género en línea es una manifestación más de la violencia estructural que enfrentamos las mujeres en la vida cotidiana. Es particularmente severa con las mujeres más visibles, críticas y contestatarias, como las activistas que denuncian al sistema patriarcal de manera más certera y efectiva. Es más cruda aún con mujeres negras, indígenas, lesbianas, trans y de otros grupos que sufren discriminación. Pero es una situación de la que no está libre ninguna mujer que levante un poco más la voz y que alcance cierto grado de visibilidad.

    A veces esta visibilidad se produce de manera súbita e inesperada: un tweet demasiado popular o una nota de Facebook que se viraliza y recibe cientos de comentarios, o quizás una foto o video que nunca quisimos compartir públicamente.

    En estos casos, puede pasar que quedemos expuestas a un ejército de trolls, sin más respaldo que nuestras propias palabras, a veces sin otra alternativa que el silencio y la autocensura. Cerrar tu cuenta o ponerle un candado para protegerla, desconectarse por un tiempo, borrar los contenidos «incómodos». Esas son las opciones. Punto para los trolls misóginos, que lograron callar a una mujer más.

    Hay enfoques que encaran este tema reclamando leyes para regular el denominado «discurso de odio» en Internet (ya alertamos sobre algunos riesgos de este enfoque en un post anterior). Otras propuestas se centran más en la autorregulación de los medios y proveedores de servicios online estableciendo sus propias reglas y métodos para monitorear el contenido ofensivo o las conductas conflictivas. Finalmente, otros enfoques hacen énfasis en el autocuidado, promoviendo que las usuarias minimicen los riesgos bajo el supuesto de que somos las usuarias las que tenemos que tener claros «los peligros de las redes» para no meternos en problemas.

    En esta ocasión voy a explorar otro enfoque, al que llamo «tecnopolítico», porque creo que permite reflexionar sobre las herramientas tecnológicas y sus implicancias en el discurso público de las mujeres en línea, buscando alternativas para tener una vida online más segura y satisfactoria, sin resignar nuestra libertad de expresión.

    Lo que tenemos hoy

    La infraestructura de comunicación online que hoy tenemos al alcance más fácilmente son las plataformas privadas centralizadas, como Twitter, Facebook o Instagram. Estas herramientas son utilizadas por muchísimas mujeres para expresarnos de las formas más diversas desde nuestras computadoras y teléfonos móviles. 

    A cambio, no solo entregamos nuestros datos personales a estas compañías, lo que ya compromete nuestra seguridad, sino que también quedamos casi completamente bajo sus reglas para gestionar nuestra expresión en línea, y esto nos hace más vulnerables a la violencia. Por ejemplo, es común que, al responder enojadas a comentarios provocadores de usuarios violentos, terminemos infringiendo las políticas de contenido de la plataforma y seamos vulnerables a una denuncia y posible cierre de nuestra propia cuenta, en lugar de la del violento. Lo cierto es que estamos bajo las reglas, el control y la tutela de una empresa privada de la que somos apenas clientes y que no nos da una participación real en el diseño de sus principios, códigos de conducta, reglas y funcionalidades

    Estas plataformas ofrecen herramientas bastante pobres para el autocuidado: configuraciones de privacidad con pocas opciones (a menudo solo queda optar entre cuenta pública o privada), bloqueo a usuarios o denuncia de contenidos agresivos. Además, lo habitual es que las empresas tengan incentivos económicos para adaptarse de forma conservadora a la legislación sobre contenidos e implementar mecanismos automáticos para evitar conflictos. Un ejemplo típico es la facilitad con que se eliminan imágenes «poco apropiadas» en Facebook, o se cierran canales en YouTube por supuestas infracciones de copyright.

    ¿Diseñamos las alternativas?

    Una opción posible, por supuesto, es desconectarse permanentemente. Utilizar Internet solamente para la comunicación personal, para el ámbito privado y no mucho más. Evitar la exposición, así como evitamos usar cierta ropa o transitar ciertas calles, o viajar «solas».

    Pero si empezamos a transformar los miedos en posibilidades y las críticas en acción, podemos convertir todo esto en demandas legítimas en torno a la comunicación online. ¿Qué debemos pedirle a una herramienta de comunicación, ahora que conocemos y hemos vivido los problemas de la violencia en línea? ¿Qué necesitamos para proteger la libertad de expresión de las mujeres (y de otros colectivos vulnerables)? Este es un listado inicial de ideas:

    – Una comunicación no centrada en las visualizaciones y reacciones como objetivo principal. Que el alcance de una publicación online no esté definido por algoritmos que evalúan la relevancia a partir de la popularidad. En lugar de eso, retomar una comunicación más orgánica, que no acelere ni frene la expresión mediante factores opacos y automatismos que no somos capaces de entender. Que la viralidad, si se produce, sea social y no propulsada por algoritmos.

    – Herramientas para dialogar con mayor autonomía. Esto implica que las usuarias tengamos mayor control sobre la publicación de respuestas y comentarios ante lo que decimos en la red. Nadie tiene la obligación de leer, o siquiera recibir, comentarios a todo lo que dice, de parte de cualquier persona (tal vez con excepción de aquellas personas que ocupan cargos de responsabilidad pública).

    – Un entorno digital saludable, que no secuestre nuestra atención. Somos más vulnerables a la violencia en línea cuando la tecnología nos mantiene en estado de alerta, atendiendo a cada notificación, movidas por llamados a la acción permanentes que nos exigen estar siempre chequeando qué pasó, contando lo último que hicimos (¿qué estás haciendo?, ¿qué estás pensando?) y respondiendo en tiempo real cada comentario. Las plataformas de redes sociales comerciales, con sus alarmas rojas notificando hasta lo más irrelevante, se pueden convertir en un ambiente tóxico y adictivo. Y eso no lo hacen a propósito para torturarnos, sino porque está estrictamente estudiado para ser más rentable y obtener de las usuarias la mayor cantidad de tiempo conectadas e interactuando.

    – Sin big data ni vigilancia como modelo de negocios. Necesitamos herramientas diseñadas para la protección de la privacidad, aunque en la actualidad las principales plataformas están hechas para todo lo contrario. No debería estar permitido que, al mismo tiempo que nos expresamos públicamente en línea con nuestros propios objetivos (políticos, artísticos, o del tipo que sea), estemos creando sin darnos cuenta perfiles publicitarios, antecedentes laborales, reputación crediticia e historiales con fines fuera del alcance de nuestra comprensión y consentimiento real. 

    – Anonimato y uso de seudónimos como derecho. Sin exigencias de dar un nombre real que deje desprotegida la identidad de las usuarias, haciéndolas más vulnerables a ser amenazadas por ejercer su libertad de expresión online.

    – Sin mecanismos de censura automatizados. Esto suele suceder cuando los algoritmos de las plataformas sociales «reconocen» un contenido inapropiado y limitan su alcance, lo ocultan o eliminan. Esto puede ahorrar tiempo y dinero en el control de contenidos violentos, pero se trata de una justicia privada, automatizada y generalmente conservadora. Se necesitan nuevas formas de control y de protección comunitaria, con reglas creadas por el consenso de las usuarias.

    – Que permita la portabilidad real de los datos, permitiendo migrar a otras plataformas, de manera que una usuaria no pierda sus contenidos si ya no está cómoda en una red determinada y desea mudarse. También debe estar inmediatamente accesible la opción de eliminar permanentemente los datos, si así lo desea.

    Puntos de partida

    Muchas de estas ventajas están disponibles para aquellas que utilizan un blog o un sitio web personal como medio de expresión online. De hecho, las redes sociales podrían entenderse como versiones acotadas y centralizadas de los blogs. 

    Un blog personal permite publicar de manera sencilla e instantánea, haciéndole llegar una notificación a quienes nos siguen por RSS. Los comentarios son fáciles de publicar, pero también de moderar, y quedan bajo el entero control de la administradora. Existe la opción de leerlos antes de permitir que se publiquen, o configurarlos de formas muy variadas, incluso no tenerlos habilitados, o solo en ciertos períodos, o para ciertos contenidos sí y para otros no. Es posible esperar al momento en que se tiene más tiempo y calma para responder. Los trolls disconformes con tu política de comentarios (porque podrías tener una política propia, soberana) podrían crear blogs solamente para atacarte, pero se tendrían que tomar ese trabajo, y eso desmotiva a la mayoría de los atacantes (que tienen muchos más blancos fáciles en las redes sociales). Como tu cuerpo, tu blog puede ser tu territorio. 

    Pero como un blog o una web personal no te sugieren todo el tiempo «a quién seguir», ni generan el placebo de una audiencia, es fácil sentir que ahí falta una comunidad. Es un medio autogestionado, pero también requiere más autocuidado y algunos recursos técnicos, e incluso económicos, que no todas las mujeres tienen a su alcance.

    Es ahí cuando el activismo feminista tiene mucho para ofrecer. Las feministas tenemos que profundizar en tácticas de comunicación que, además de fomentar el autocuidado y de darnos herramientas de defensa feminista, nos permitan profundizar la lucha. Una opción es crear juntas, gestionando contenidos en comunidad, como lo hacen muchas medios y publicaciones feministas online. También es importante leernos y difundirnos entre nosotras, facilitando el acceso al pensamiento feminista mediante bibliotecas digitales y repositorios abiertos. Otra posibilidad es construir herramientas tecnológicas de comunicación abierta y a la vez segura, con las características descritas arriba. No es necesario programarlas desde cero, existe mucho software libre para crear comunidades y redes que puede ser aplicado ingeniosamente para diseñar mejores espacios de comunicación. 

    Estas alternativas probablemente no son 100% efectivas contra la violencia online, porque como dijimos arriba, esta tiene sus raíces en el patriarcado y en violencias estructurales que una herramienta tecnológica por sí misma no puede combatir. Pero una crítica a las herramientas disponibles, y sobre todo a la tecnopolítica subyacente, es posible y necesaria. Es lo que nos permite seguir construyendo alternativas comunitarias para la comunicación feminista. 

  • Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Ante la violencia “en las redes”: criminalizar Internet no es la respuesta

    Let Our Voices Be Heard, Art by Melissa Marzan. CC BY-NC-ND.

    Primer post de la serie publicada originariamente en el blog de GenderIT durante 2018.

    Cada vez que un tema se instala en la agenda pública y es fuertemente discutido en las redes, parece encenderse a su vez un debate sobre el debate en sí. Nombradas de forma genérica, “las redes” son espacios que empiezan a ser señalados como un lejano oeste cada vez más peligroso y violento para quienes lo habitan.

    La violencia en línea es un problema real y lo sufren mayoritariamente los grupos históricamente marginados y discriminados, en razón de su género, sexualidad, clase social, nacionalidad, etnia, religión, aspecto físico, o idelología. Pero resulta preocupante la percepción instalada de que «las redes» han sido irreparablemente degradadas por el llamado «discurso de odio», la intolerancia y la violencia. Fenómenos nombrados de forma génerica, descontextualizados y deshistorizados, sin ningún vínculo con injusticias sociales previas basadas en desigualdades sociales y asimetrías de poder. Simplemente «la violencia en las redes», debida a la falta de orden, de leyes o de agentes que intervengan para evitar “los abusos” de la libertad de expresión

    ¿Por qué es preocupante el crecimiento de esta retórica? Precisamente por desdibujar los orígenes históricos de las violencias, y situar sus fundamentos en la herramienta en sí. Pareciera que se están produciendo cada vez más crímenes de odio porque lo permite internet. Entonces se pide mayor control y endurecimiento de penas para internet, exigiendo a los intermediarios un mayor control sobre el discurso de los usuarios. Porque se supone que los asesinos en masa, los terroristas, los fundamentalistas, son impulsados por las opiniones y la información que se publica en internet

    Cualquier llamamiento a controlar la red de forma generalizada o a restringir y castigar las expresiones y los discursos que se producen en ella es peligroso, porque induce a proponer medidas generalistas y por lo tanto, con posibilidades de ser aplicadas de forma arbitraria. Como dice Simona Levi: «si permitimos que se cree un estado de excepción en Internet, el paso a que se traslade al resto de los ámbitos de la vida es solo uno».

    Cuando se demoniza la libertad de expresión y se la coloca como la gran culpable de que «la gente» (nuevamente en general) se exprese de forma hiriente o inapropiada, se está preparando el terreno político para debilitar cada vez más la esfera pública de conversación abierta que (todavía) es Internet.

    Es cada vez más habitual, y alarmante, el enfoque punitivista que busca normalizar la persecución penal como la primera opción ante cualquier injuria. Aunque pueda parecer que se están estableciendo protecciones para los más débiles, lo que en realidad sucede es que se está inhibiendo y desprotegiendo a las personas vulnerables que usan internet como medio para denunciar la discriminación y la violencia que sufren.

    Pensemos en el movimiento #MeToo que ha impulsando a mujeres en todo el mundo a denunciar situaciones de acoso y abuso. Para que este tipo de denuncias puedan ser hechas sin temor a reprimendas, es necesario establecer un ambiente de garantías, que empodere a las víctimas de injusticias y a las activistas. Lamentablemente, no es poco común que las mujeres que realizan estas denuncias públicas, terminen siendo acusadas por difamación e injurias, tras hacer pública la conducta de sus acosadores, quienes en muchos casos responden con amenazas legales. Los delitos contra el honor muchas veces se vuelven un arma en manos de los más poderosos para impedir que se hable sobre otros delitos más graves en los que pueden estar involucrados

    La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, recomienda evitar que las regulaciones sobre libertad de expresión en internet tengan un «efecto especialmente inhibitorio sobre usuarios individuales, quienes participan del debate público sin respaldo de ningún tipo, sólo con la fuerza de sus argumentos. Las leyes vagas y ambiguas pueden impactar especialmente en este universo creciente de personas, cuya incorporación al debate público es una de las principales ventajas que ofrece internet como espacio de comunicación global».

    En síntesis, la lucha contra la violencia en línea, es una lucha simultánea por la protección de la libertad de expresión, garantizando que todas las personas, y especialmente las que pertenecen a grupos históricamente discriminados, participen en igualdad de condiciones en el debate público. Y no son las opiniones poco adecuadas u ofensivas las que ponen en peligro esas garantías (en todo caso, que un discurso esté protegido por la libertad de expresión no lo vuelve obligatorio para quienes no quieren escucharlo). Lo riesgoso es poner en manos de los más poderosos (gobiernos y grandes monopolios de la comunicación) herramientas para vigilar, inhibir, reprimir y perseguir a las usuarias y usuarios de internet, con el pretexto de que hay tipos de discurso más admisibles que otros. Mucho más peligroso que un comentario o un tweet ofensivo, es dotar de capacidad de vigilancia y control sobre Internet a quienes tienen mayor poder para vulnerar derechos fundamentales.

  • Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Vigilancia digital y políticas del cuerpo: cualquier semejanza con el patriarcado…

    Artículo originalmente publicado en Revista Pillku #22.

    Datos y capitalismo de vigilancia

    Face recognition | Ilustración: Steven Lilley

    Los datos como entidades inmateriales, como entidades etéreas que están “en la nube”. La vigilancia digital como una situación omnipresente pero invisible. La explotación de nuestra actividad en línea, tan difícil de percibir porque está presente en los actos de la vida cotidiana. Todo esto hace que nos resulte complejo asociar lo digital con el cuerpo y con la política. Este artículo intentará elaborar esa asociación, para pensar respuestas y posibilidades desde la militancia feminista, que en su lucha contra el patriarcado ha desarrollado herramientas para entender esa estructura invisible y omnipresente, y poder así combatirla.

    Shoshanna Zuboff (2015) afirma que el modelo de negocio de las startups tecnológicas, por defecto, es la vigilancia. Estas corporaciones concentradas, de escala planetaria, mercantilizan la vida cotidiana que compartimos en línea. Tal como lo ha planteado Tiziana Terranova (2000), tienen la capacidad de monetizar el trabajo no pagado de las personas en la red, obteniendo ganancias del valor social producido por la inteligencia colectiva. Pero la explotación de nuestra vida cotidiana a través de la acumulación de información nos hace vulnerables: alimentamos grandes bases de datos que pueden ser analizadas para revelar patrones, predecir tendencias y modelar conductas.

    Como lo advierte David Lyon (2002), más allá de los riesgos de privacidad individuales, nos exponemos a los peligros de la categorización social a través de la vigilancia. Porque la vigilancia no es socialmente neutral, sino que tiene sesgos de clase, género, sexualidad y raza. Entonces es necesario interrogarse sobre los posibles efectos de una categorización social orientada por datos y algoritmos. Los algoritmos realizan operaciones matemáticas abstractas, supuestamente objetivas, que luego se aplican a contextos y a vidas reales, reproduciendo automáticamente patrones patriarcales, coloniales y racistas ajenos y anteriores a esos contextos y a esas vidas, al margen de toda discusión pública y democrática.

    Hay innumerables mecanismos que ponen los cuerpos bajo vigilancia y control informatizados: biometría a partir de huellas, iris, cara y cuerpo entero, bases de datos de ADN, plataformas de redes sociales que quieren y pueden conocer nuestro género y preferencias sexuales, entre otros. También podemos contribuir con este control a través de la autovigilancia, cuando proporcionamos datos sobre nuestro cuerpo y estado físico en aplicaciones de fitness, menstruapps, apps para el cuidado de la salud, etc.

    Para las personas, en nuestra vida cotidiana, la pregunta es: ¿cómo y por qué nos vigilan? Lo hacen múltiples actores: corporaciones y gobiernos (a menudo combinados) y particulares. La vigilancia no se dirige siempre ni necesariamente a personas específicas que sean el “target”, sino a poblaciones enteras. Es continua y omnipresente, y al mismo tiempo difícil de percibir y, por tanto, de conocer y consentir. No sabemos qué datos se colectan sobre nuestros cuerpos, dónde se guardan y por cuánto tiempo, quiénes y cómo los analizan, ni con qué propósito.

    Debido a esta situación, percibimos que es muy difícil cuidar nuestros datos personales, entender cómo viajan, dónde se guardan, cómo son tratados y qué leyes nos protegen de un mal uso. Como resultado, nos rendimos. Pero si no hay suficiente resistencia es porque no sabemos cómo resistir, aunque tengamos conciencia del problema. Muchas veces empezamos por revisar largas listas de herramientas de seguridad online y consejos legales que requieren ciertos esfuerzos. Pero quizás las personas y colectivos nos esforzaríamos más por nuestra libertad y nuestra seguridad frente al extractivismo de datos si antes pudiéramos construir un planteo político efectivo del problema.

    Cualquier semejanza con el patriarcado…

    Plantear políticamente el tema desde un enfoque feminista puede ser a la vez interesante y potente. Una perspectiva feminista nos ayuda a fortalecer nuestra propia voz para dar o negar nuestro consentimiento. Esta voz se enfrenta a la banalización, el tutelaje y el acoso del que somos objeto en el capitalismo de vigilancia.

    Fortalecer el consentimiento libre e informado empieza por rechazar la idea de que, tras dar clic en “aceptar los términos y condiciones”, ya no podemos cuestionar nada. Debemos rechazar ese pacto faustiano que, como plantea David Solove (2013), limita el consentimiento informado. Por más que leamos todo el larguísimo contrato legal por el cual consentimos el tratamiento de nuestros datos, únicamente podemos responder sí o no. Y si respondemos que no, nos quedamos por fuera no solo de alguna utilidad o placer online, sino de posibilidades de información y participación. Damos nuestro consentimiento, pero tenemos una muy limitada capacidad de negociación debido a una pronunciada asimetría de poder frente a la corporación monopólica dueña de los servicios y los datos.

    Lo primero que tendríamos que hacer para fortalecer el consentimiento libre e informado es defenderlo contra la banalización. ¿Cuántas veces escuchamos frases que relativizan nuestros miedos? Este discurso de la banalización se articula en torno a respuestas como “si no tenés nada que ocultar, no tenés nada que temer” cuando reclamamos privacidad, o como “es un problema tuyo por haber aceptado” cuando denunciamos los términos y condiciones que legitiman la vigilancia de nuestra vida online. La vigilancia se considera un problema menor porque el concepto de privacidad “ya no es tan importante como antes” y por lo tanto se puede sacrificar privacidad por seguridad, eficiencia, diversión o comodidad. Entonces el pacto, nos dicen, es muy claro: a cambio de un conjunto de ventajas gratuitas, las corporaciones pueden hacer lo que quieran con nuestra información. Ese trato, desigual y violento, no debería ser minimizado ni banalizado. El feminismo ha articulado discursos políticos para enfrentar la banalización de las denuncias de violencia, acoso y maltrato, exigiendo que no se culpe a las mujeres víctimas de agresiones por nada de lo que hayan hecho anteriormente. Estamos explicando a la opinión pública que un no es un no, que usar una pollera corta o andar sin un acompañante masculino, no es “aceptar los términos y condiciones” para quedar a merced de otras voluntades.

    Una visión feminista de la cuestión de los datos y la vigilancia también nos permite cuestionar el tutelaje. El feminismo denuncia cómo el patriarcado, durante siglos, ha implicado para las mujeres una pérdida del control sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, y un permanente recorte de nuestro derecho a decidir. Un varón, ya sea padre, hermano, pareja, cura o médico, ha sido entendido durante siglos como más apto para decidir que nosotras mismas, seres débiles, poco confiables y sin criterio.

    De modo semejante, hoy también, para las grandes corporaciones de Internet, las usuarias y usuarios somos “incapaces” de decidir sobre nuestras vidas online; para ello dependemos de otros en quienes debemos confiar ciegamente porque tienen la infraestructura y el saber técnico. Les permitimos un monitoreo y un seguimiento detallado de nuestra actividad online, para supuestamente brindarnos un mejor servicio, como la “curaduría” por medio de algoritmos, que define las fuentes de información que nos llegan con mayor frecuencia. También, para nuestra comodidad y seguridad, los gobiernos almacenan los datos de nuestros viajes en el transporte público, guardan registros de nuestro paso por las instituciones educativas y graban nuestro uso del espacio público, en colaboración con empresas privadas proveedoras de servicios informáticos.

    Todo este seguimiento no solicitado se nos hace muy parecido al acoso: requerimiento excesivo de datos personales innecesarios o inapropiados, rastreo mediante programas traqueadores de la actividad online, publicidad tan “personalizada” que se convierte en invasiva, con constantes llamados a la acción e interrupciones no solicitadas mientras estamos navegando. Las mujeres, las personas con identidades, sexualidades y cuerpos diversos, sobre todo si son activistas en estos temas, sufren a diario acoso online por parte de particulares. Pero también las actividades de vigilancia de las corporaciones de Internet, menos evidentes pero más omnipresentes, pueden ser entendidas como acoso y deberían ser evaluadas en términos de respeto por la libertad y la diversidad.

    Helen Nissenbaum (1998), desde un análisis integrador de distintas teorías sobre la privacidad, afirma que la privacidad es fundamental para el ejercicio de la individualidad, la autonomía, las relaciones sociales y la participación política. Por ser tan fundamental, no puede ser simplemente eliminada o disminuida por “aceptar los términos y condiciones” impuestos por poderes abusivos. El feminismo, como teoría del poder y práctica política de la libertad y la igualdad, es una poderosa herramienta de denuncia y combate frente a esos poderes.

    Leer más:

    APC (2016). Principios feministas de Internet: https://feministinternet.net/es/principles

    Bibliografía

    Lyon, D. (2002). Surveillance As Social Sorting: Privacy, Risk And Automated Discrimination.
    Hoboken: Taylor & Francis Ltd. Recuperado a partir de: http://public.eblib.com/choice/publicfullrecord.aspx?p=240591

    Nissenbaum, H. (1998). Protecting privacy in an information age: The problem of privacy in public. Law and philosophy, 17(5), 559-596. Recuperado a partir de: http://www.nyu.edu/projects/nissenbaum/papers/privacy.pdf

    Solove, D. (2013). Autogestión de la privacidad y el dilema del consentimiento. Revista
    Chilena de Derecho y Tecnología, 2(2). https://doi.org/10.5354/0719-2584.2013.30308

    Terranova, T. (2000). Free labor: Producing culture for the digital economy. Social text, 18(2), 33-58. Recuperado a partir de: http://web.mit.edu/schock/www/docs/18.2terranova.pdf

    Zuboff, S. (2015). Big other: surveillance capitalism and the prospects of an information civilization. Journal of Information Technology, 30(1), 75-89. https://doi.org/10.1057/jit.2015.5

  • Una tecnología que atrasa

    Una tecnología que atrasa

    hombre usando una laptop cuya pantalla dice "fraud alert"
    Fuente: Pixabay

    Columna publicada en La Diaria.

    Uno de los objetivos prioritarios del gobierno del presidente argentino Mauricio Macri era implementar el voto electrónico para las próximas elecciones legislativas de 2017. Modificar el sistema de votación, sustituyendo la boleta de papel y las urnas, por la denominada Boleta Única Electrónica y máquinas de votar, era el punto más ambicioso de su propuesta de reforma electoral. Y ese fue, precisamente, su mayor punto débil.

    La reforma -que ya tenía la aprobación de la Cámara de Diputados del Congreso- ha sido paralizada después de perder el apoyo del bloque Partido Justicialista-Frente para la Victoria en Senadores. Se podría pensar que la coyuntura responde a una pugna de cálculos político-electorales. Sin embargo, para sorpresa de quienes entienden lo político únicamente como una trama al estilo House of Cards, el freno al proyecto tuvo que ver en gran parte con un movimiento cívico liderado por técnicos y académicos. Entre esta comunidad, que desde hace muchos años alerta contra los peligros del voto electrónico, no tardó en generarse una creciente corriente de oposición a la propuesta legislativa del gobierno.

    La corriente se plasmó en un intenso debate en las redes sociales, en un laborioso trabajo de incidencia en comisiones parlamentarias y en la confluencia de voces de expertos que fueron construyendo una argumentación técnica, pero también política. Un documento firmado por departamentos e institutos de informática de numerosas universidades públicas argentinas, titulado “Decimos NO al Voto Electrónico”, expresaba: “Como expertos en informática, como docentes e investigadores que dedican su tiempo, su pasión y su energía a esta disciplina creemos que la tecnología tiene mucho para aportar a la sociedad. Sin embargo, también conocemos sus limitaciones y por eso somos conscientes de que es prácticamente imposible construir sistemas que brinden máximas garantías de inviolabilidad como las que requiere un sistema de votación”.

    Aunque suene curioso a primera vista, la principal oposición al voto electrónico se articuló desde el propio sector de profesionales acostumbrados a trabajar con todo tipo de soluciones tecnológicas. Una mayoría prácticamente unánime dentro de este sector, del que dependen miles de acciones y transacciones de nuestra vida cotidiana, manifestó su crítica a la mediación de computadoras en la emisión y conteo de votos durante las elecciones. Los científicos y expertos en informática a nivel mundial no han encontrado, hasta el momento, una solución tecnológica, ni teórica, ni práctica, que garantice a la vez el secreto y la integridad del voto.

    El voto electrónico es altamente vulnerable a ataques que pueden exponer la identidad del votante, adulterar el contenido del voto o alterar el conteo y la asignación. Lo más complicado de todo es que estas alteraciones pueden ser masivas, y, al mismo tiempo, pueden pasar fácilmente inadvertidas. En una elección con boletas en papel, cualquier ciudadano con conocimientos básicos de lectoescritura y aritmética es capaz de comprender el proceso y fiscalizarlo. En cambio, en una elección realizada con voto electrónico, solamente un puñado de expertos, que maneja conocimientos extremadamente sofisticados, puede auditar el proceso, e incluso estos expertos sólo pueden brindar garantías parciales. En tal contexto, la participación ciudadana en el contralor de las elecciones pasa a ser testimonial.

    Con la costumbre de la instantaneidad y la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas, hay quienes afirman que votar en papel, con todo el despliegue que requiere, es un proceso lento y anacrónico. ¿Por qué negarse a incorporar tecnología para mejorar las elecciones? ¿Por qué no votar con máquinas, como en el primer mundo? Justamente, la posibilidad del voto electrónico no es algo tan moderno como parece. Está en estudio desde hace más de 40 años. Y sin embargo, en ese lapso apenas un puñado de países lo han implementado. Algunos de ellos han desandado el camino, entre los que se encuentran países como Holanda, Irlanda y Reino Unido, dado el historial de vulnerabilidades denunciadas durante los actos eleccionarios. En Alemania el voto electrónico fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia, dado que no permite la fiscalización por personas sin conocimientos técnicos.

    El más reciente capítulo de las debilidades del voto electrónico se está dando en Estados Unidos, donde se ha exigido el recuento manual de votos emitidos en distritos en los que se votó con urnas electrónicas. En tales distritos, la diferencia entre lo proyectado por las encuestas y el resultado final de la elección fue significativamente más alta que en los distritos con voto en papel. Por la magnitud de los votos en duda no parece que pueda cambiar el resultado de la elección que diera como ganador a Donald Trump. Pero podría modificar el resultado de algunos de los estados “clave” en los cuales Trump tuvo una sorprendente ventaja sobre Clinton.

    En Uruguay no hay hasta el momento propuestas serias de implementación de voto electrónico en elecciones generales. La única experiencia que tenemos es municipal, y no tuvo un buen suceso. Se registró en Maldonado, departamento en el que el Presupuesto Participativo 2016 se votó a través de un sistema informático que supuestamente iba a mejorar la participación de la ciudadanía. Sin embargo, ningún proyecto presentado alcanzó los votos suficientes y el presupuesto participativo quedó desierto justamente por falta de participación. Además, se reportaron diversos problemas técnicos que causaron colas y demoras durante la votación. No se conocen informes de auditoría de los resultados, y aunque hay acceso al código fuente del software, los expertos coinciden en que esto no es suficiente para asegurar la ausencia de adulteraciones durante el acto eleccionario. Sin embargo, el optimismo frente al voto electrónico no se esfuma del todo en nuestro país. La Intendencia de Montevideo también consideró implementarlo este año en el Presupuesto Participativo, iniciativa que no prosperó por cuestionamientos desde los Concejos Vecinales.

    Debemos entonces mirar cómo se desarrolla el debate y la experiencia del voto electrónico en el mundo, sabiendo que de ninguna manera existe una tendencia imparable hacia elecciones mediadas por computadoras. El voto es un acto individual sobre el que no deben pesar poderes ajenos que lo condicionen ni alteraciones que lo vulneren. Si así fuera, se afectarían los derechos civiles y políticos de la ciudadanía consagrados en los principales tratados de derechos humanos. Por esta razón el voto en los países considerados democráticos es secreto y se dan ciertas garantías para que todos los votos se cuenten y sean tratados de la misma manera, sin adulteraciones. No es trivial el cuidado de estas garantías, y por eso es que en cada elección hay muchos mecanismos de fiscalización: la participación de delegados de todos los partidos en pugna, la conformación de autoridades electorales con base ciudadana, la participación de observadores internacionales y el despliegue de operativos de seguridad. Estos controles y garantías implican recursos económicos, técnicos y humanos, necesarios para que un acto tan serio y trascendente se realice en las mejores condiciones posibles. Toda la evidencia indica que el voto electrónico no puede garantizar dichas condiciones, necesarias para que las personas dejen plasmada su decisión individual, definiendo entre todas el destino político de su comunidad.

  • Comentarios al proyecto «ley Uber»

    Si bien es una ley sobre «servicios prestados mediante el uso de medios informáticos y aplicaciones tecnológicas», para la mayoría de la gente el proyecto que estudia el Poder Legislativo de Uruguay desde marzo, es la «ley Uber». Así de reactiva suena esta ley, que parece reaccionar ante un fenómeno tecnológico que parece avasallante, en lugar de promover un enfoque integral sobre la economía colaborativa (que es mucho más que tecnología).

    En este post, comparto los comentarios que expuse el 15 de agosto pasado en la Comisión de Innovación, Ciencia y Tecnología de la cámara de diputados. También dejo un enlace a la versión taquigráfica y la ficha completa del proyecto para acceder al resto de las exposiciones.

    También quiero compartir especialmente, las lecturas en las que me basé:

    “Declaración procomuns y propuestas de políticas para la economía colaborativa procomún”. De Barcelona Colaborativa: Grupo de trabajo de economía colaborativa y producción procomún en Barcelona, que generó este documento en marzo de 2016, en un encuentro de más de 400 personas.

    “Políticas para ciudades colaborativas. Un resumen de economía colaborativa para responsables de políticas urbanas”. Este documento es una colaboración entre dos organizaciones sin fines de lucro: Shareable y el Centro Jurídico de Economías Sostenibles (Sustainable Economies Law Center), de EEUU.

     

     

  • Aplicaciones: ¿de qué hablamos cuando hablamos de regular?

    Aplicaciones: ¿de qué hablamos cuando hablamos de regular?

    brecha 4 marzo 2016

    Bajo el titular un tanto confuso de «Gobierno elabora ley que establece normativas específicas para aplicaciones informáticas», en la web de Presidencia se anunció la intención del Poder Ejecutivo de establecer normas para la actividad de empresas extranjeras que ingresan a sectores de servicios que en Uruguay están regulados. Un caso paradigmático sería el de Uber, en el sector transporte, o Airbnb en el sector de alquileres temporarios y hostelería. Al respecto, el semanario Brecha elaboró un informe en el que fui consultada. Mi punto de vista es que hay que tener mucha cautela al generar legislación específica para las empresas que operan globalmente como intermediarias de servicios a través de Internet. Tan descabellado como prohibir o bloquear su actividad, puede llegar a ser la creación de normas «a medida» de los intereses de poderosas empresas orientadas al monopolio y a la re-centralización de internet.

    En la nota no llegamos a hablar de posibles nuevas regulaciones que fomenten otro tipo de plataformas para la economía en red colaborativa, diferentes a las que el co-fundador de Sharable, Neal Gorenflo, llama «estrellas de la muerte». Tal vez puede ser un buen tema para la tertulia «Tecnopolítica: el desafío del futuro», que tendrá lugar el 29 de marzo en el Centro Cultural de España en Montevideo y en la que se presentará el libro de Natalia Zuazo: «Las guerras de Internet». En esa ocasión compartiremos mesa de debate con Natalia y a Fabrizio Scrollini.

  • Uber: ¿economía colaborativa o un nuevo intermediario?

    Por estos días en Uruguay las autoridades estudian el posible bloqueo de la aplicación que hace posible el funcionamiento de Uber, empresa tecnológica intermediaria de servicios de transporte urbano. Fabrizio Scrollini escribió una columna muy interesante, advirtiendo sobre los riesgos e implicancias de este tipo de medidas.

    Sin dudas sería un temible precedente el bloqueo de sitios web o aplicaciones mediante una decisión administrativa. Países como Italia, Reino Unido o España lo hacen a través de organismos de control técnico-administrativos o como mucho, por dictamen judicial «exprés». En la actualidad hay cientos de sitios bloqueados en distintos países, y no es necesario ni que nos comparemos con Corea del Norte o China, tierras que son el escenario de ensayos de censura y control que luego son adoptados por las «democracias» occidentales. Basta con mirar un mapa de Europa donde se representan los bloqueos por país, en este caso, para restringir las descargas de contenido que se consideran ilegales (por cierto, en el ámbito de la circulación de contenidos en Internet, ningún gobierno se ha mostrado dispuesto a considerar nuevas regulaciones, como sí lo hacen en negociaciones con Uber).

    Tampoco olvidemos que a veces los sitios web no están disponibles en ciertas ubicaciones geográficas, no por haber sido «baneados» por el gobierno, sino porque su estrategia comercial así lo define: por ejemplo, empresas como Spotify o Netflix deciden por sí mismas si entran a un mercado, y mientras no lo hacen, las IP de los países «no autorizados» no acceden al servicio. Además, estas empresas deciden qué contenidos están disponibles para cada región y país (mientras en cada lugar se inventan trucos para evadir estas restricciones artificiales).

    Por su parte, Uber es más que meramente un sitio o una app útil para conductores y usuarios. Se trata de una empresa con una estrategia comercial predefinida fuera de fronteras y con mucho lobby detrás. Se dice que Uber es «economía colaborativa» o sharing economy, cuando en realidad su funcionamiento se diferencia claramente de este fenómeno. La economía colaborativa funciona entre pares (es P2P, peer-to-peer, como la arquitectura de las redes de intercambio de archivos que hicieron popular el término) y si bien puede ser facilitada por plataformas, no depende de una empresa intermediaria. Uber es una plataforma centralizada, el nuevo intermediario entre los usuarios y los conductores que no por nada se lleva algo así como el 30% de lo que pagan los clientes localmente hacia su casa matriz en San Francisco, EEUU. Por cierto, Uber está en el número 48 del ranking de empresas más poderosas del país del norte.

    Pero imaginemos por un momento que Uber fuera un proyecto de software libre que pudiera ser adoptado y adaptado a la realidad de cada ciudad, ya sea por el propio sector del transporte, por los gobiernos locales o por redes autónomas de personas, o quizás por un convenio entre las tres partes. Sería una hermosa posibilidad de debatir públicamente el transporte y llegar a nuevas políticas en beneficio de todos. Pero no es el caso. El caso es que Uber desembarca en cada ciudad con estrategias de presión sumamente agresivas ocultas tras el marketing del «Uber Love». Estrategias que pueden tener visos tan mafiosos como las ya conocidas en el ramo del taxi (incluso contra competidores directos como los «uber baratos»).

    En definitiva, con Uber no estamos hablando de simplemente desplazar un servicio por otro en las preferencias del consumidor individual, sino de algo que tiene impacto en el transporte de toda una ciudad. Por ejemplo: ¿estamos seguros de querer que el precio de un viaje se regule por un algoritmo (propiedad de la empresa) que supuestamente responde a oferta y demanda? En otros países ya se vio que esto genera sobreprecios en eventos climáticos adversos o en zonas pobres de la ciudad, sin que los gobiernos puedan incidir en eso con criterios más justos.

    Si bien es cierto que las regulaciones del taxi hoy favorecen el mantenimiento de un monopolio nefasto, la solución no es cambiar eso por el monopolio de una multinacional, mientras el gobierno municipal y los ciudadanos quedan por fuera de toda posibilidad de incidencia. La emergencia de la sharing economy en las ciudades no debería ser para implantar un nuevo mega intermediario. ¡Esto es todo lo contrario al «sharing»! Pero si se disfraza de sharing, adquiere la capacidad de evadir impuestos y responsabilidades, diciendo que «solamente» brinda un servicio de «comunicación» entre prestadores y clientes. Sabemos que no es así, desde el momento en que la empresa define qué tipo de productos ofrece (modelos y colores de sus autos, forma de contratarlos, reglas de fijación de tarifas, etc.). Y hasta hace selección de personal, lo que de hecho está generando una seria controversia en distintos países, sobre si los choferes son empleados o no.

    Finalmente, ¿cuántas chances deja Uber para la aparición de servicios realmente P2P? Los mapas, datos de tráfico, software y algoritmos con los que cuenta no son para nada de uso «colaborativo». Maneja estos activos mediante los mecanismos privativos más típicos, como patentes y otras restricciones de propiedad intelectual que perfectamente podría utilizar para inhibir iniciativas de sharing reales.

    En cuanto a la regulación, una sola cosa: no es que Uber no quiera la regulación, sino que seguramente desea modificarla a su gusto y para eso cuenta con ingentes recursos de lobby.

    En conclusión: fomentar un sector del transporte con trabajadores menos explotados y clientes más satisfechos con la ayuda de tecnología libre, respetuosa de la privacidad, uso socialmente útil de datos abiertos y una regulación acorde, ¡totalmente de acuerdo! Admitir que un nuevo y mayor intermediario, cada vez más poderoso, se disfrace de «economía colaborativa» pero con serias pretensiones de operar monopólicamente y modificar a su gusto la regulación, me parece que no.