Hace algunas semanas una mujer joven fue grabada manteniendo relaciones sexuales con un grupo de hombres en el baño del camping de Santa Teresa, Uruguay. El video fue divulgado por los hombres que grabaron el video. La mujer denuncia primero la divulgación del video sin su consentimiento y más tarde una serie de abusos. Durante días, los medios masivos y las redes se hicieron eco de la noticia y surgieron encendidos debates y especulaciones sobre el caso relacionadas con la actitud de la denunciante, más que con lo sucedido (que está por determinar la justicia).

Lo que maś me llamó la atención del debate es el constante cuestionamiento al derecho que tiene una persona que aparece en un video sexual, de reclamar que la divulgación del video es un abuso. Parece que por ser mayor de edad, por haber participado (parece) de forma voluntaria en el video, por haber tenido algunas conductas que la «moral» condenaría como reprochables (consumir drogas, tener sexo grupal), perdería el derecho no sólo a denunciar el abuso, sino directamente a sentirse herida por la divulgación de unas imágenes que nunca quiso que se conocieran públicamente.

Entiendo que sí tiene derecho a denunciar un abuso en contra de sus derechos fundamentales, que vivió y vive una situación de violencia de género y que el hecho de que esto suceda en un entorno mediado por nuevas tecnologías no significa que son necesarias «ciberleyes» para manejar este caso.

 

Desde el punto de vista de los derechos fundamentales

La divulgación de ese video sin conocimiento ni consentimiento de la mujer afecta su derechos fundamentales, como el derecho a la propia imagen y el derecho al honor, consagrados en casi todas las legislaciones del mundo (incluyendo Uruguay) y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Cada persona está en su derecho de autorizar o impedir el uso de su imagen, y aunque hay límites y excepciones -en el caso de personas públicas, o en el caso de información de interés socil, cultural, científico, etc., y siempre bajo ciertas circunstancias-, en este caso las imágenes no tenían ningún interés público y podían, en cambio, lesionar fuertemente la honra y la reputación de la mujer (sobre la supuesta intrascendencia del concepto de «honor» en la vida sexual de una mujer, hablaré en el segundo apartado).

Además, aunque la imagen de una persona haya sido obtenida con su autorización, la persona puede considerar que el uso y la difusión de esa imagen han sido abusivos. Por más que la mujer en este caso dio su concentimiento tácito para ser filmada (aparentemente), el uso que se hizo de las imágenes, divulgadas, comentadas y juzgadas públicamente en contra de la voluntad de la mujer, es claramente un abuso. El hecho de que el video se hiciera en un lugar «público» (si es que el vestuario del baño de un camping puede considerarse un lugar en el que se pueden tomar imágenes como si fuera una plaza pública), no disculpa la conducta de los hombres que filmaron y subieron el video, de la que perfectamente se puede quejar y puede denunciar como difamación. Y tiene derecho a ser atendida en su queja y en su denuncia.

Aclaro una cosa, y es que no soy una persona que esté a favor de aumentar penas ni de agregar leyes punitivas por cada caso que parece tener un componente novedoso (el supuesto desenfreno de la juventud moderna, las nuevas tecnologías). En este caso, es suficiente con aplicar las leyes que ya existen. Según las leyes, esta persona tiene derecho a denunciar los abusos sufridos, y a que se tome en cuenta su denuncia. Qué responsabilidiades y eventuales castigos les corresponden a los implicados, es una cosa que debería definir un juez.

 

Desde el punto de vista de la violencia de género

Todo lo que pase en un encuentro sexual (con uno, dos, o veinte personas), debe ser consentido. No importa lo que la persona hizo o permitió que le hicieran hasta el momento, todo lo relacionado con ese encuentro tiene que ser consensuado. Puede ser que hasta se permita filmar, pero eso no significa autorizar la divulgación de las imágenes sexuales, mucho menos para el morbo y la burla de otras personas, de cientos o miles de personas. Esta mujer no participó de buena gana, ni representó un placer para ella, que esas imágenes íntimas fueran divulgadas. Por el contrario, se trata de violencia.

La violencia de género no se limita a violaciones o golpizas. En la gran mayoría de los casos, pasa por violencia psicológica, entre la que se puede contar la humillación y las lesiones a la autoestima perpetradas con el fin de inferiorizar explícitamente a una persona en función de su género. ¿Hay mucho que examinar en esta situación para ver que fue eso, y no otra cosa, lo que sucedió?

Una vez más, la mujer tenía derecho a quejarse y a ser escuchada, atendida, reconocida y reconfortada como víctima de violencia.

No le hacemos ningún favor a esta mujer, ni a ninguna mujer, exigiéndole que reivindique que es una persona libre de ejercer su sexualidad como más le guste. No estamos en absoluto «equilibrando» las relaciones de género al pedirle a las mujeres que hagan caso omiso de los prejuicios sociales cuando «transgreden» la moral sexual establecida. Sabemos que esos prejuicios son tan duros que, aunque con toda razón los queramos desafiar, pueden afectar la autoestima y la dignidad de cualquiera. Es cierto que hay que cambiarlos, pero que una mujer sola les haga frente, no los va a modificar. Por el contrario, creo que lo que se le está pidiendo a la mujer del video es que asuma la «culpa» por haber sufrido violencia, tal como se sigue culpando a muchas mujeres por ser maltradas o violadas al «provocar» a sus agresores.

 

Desde el punto de vista de los derechos humanos en entornos mediados por nuevas tecnologías

La filmación de un video sexual con un celular y su posterior difusión por medios digitales parecería que hace «complejo» el asunto. Parecería que las autoridades se han visto «desbordadas» ante las nuevas tecnologías. Sumado a que los jóvenes estarían cada día más «fuera de control», ahora portadores de peligrosos dispositivos de difusión masiva. Ese es, más o menos, el escenario apocalíptico ante el cual «no se puede hacer nada» salvo esperar que lleguen «ciberleyes» realmente efectivas contra los «ciberdelitos» de naturaleza inédita a los que nos enfrentamos.

Pero en contra de lo que se pueda pensar, por lo general no es necesario inventar nuevas leyes para el llamado «ciberespacio». En este caso, las normas que protegen el honor, la intimidad y la imagen son suficientes y no es necesario que se creen nuevas figuras jurídicas por que ahora existen las «nuevas tecnologías» para cometer todo tipo de barbaridades innovadoras. Tampoco podemos andar pidiendo a las autoridades que tomen medidas «cibermágicas» que destierren cualquier rastro de imágenes ofensivas de la web, los buscadores, las computadoras y teléfonos de todo el mundo. No podemos arriesgar la libertad de expresión y la maravillosa herramienta de comunicación que tenemos, exigiendo cosas como que los proveedores de servicios sean los responsables por los contenidos, obligándolos a hacer de policías de la red.

El veradero escenario apocalípico es que nuestras telecomunicaciones estén perpetuamente vigiladas por gobiernos y corporaciones (tema que no es el de este post, pero que me pareció que valía la pena, de paso, mencionar). No que la gente pueda capturar imágenes y compartirlas, acompañadas de información, opiniones, creencias, emociones. Sin embargo, queremos controlar lo segundo y nos mantenemos indiferentes ante lo primero, naturalizando casi el espionaje como algo «necesario» para nuestra «seguridad».

Lo que sí se puede y se debe hacer es defender la plena vigencia de los derechos humanos dentro y fuera de la red. En este caso, defender el derecho de una persona a denunciar una ofensa contra su dignidad que además configura, como dije antes, violencia de género. Sin importar que ahora «parece natural» que la gente joven comparta imágenes de su vida cotidiana, incluso imágenes sexuales. Si una persona se siente incómoda con eso y no desea que se divulgue, ni se comente ni se juzgue su vida sexual públicamente, tiene derecho -y lo digo por tercera vez- a quejarse, a ser escuchada y a recibir atención.