Por estos días en Uruguay las autoridades estudian el posible bloqueo de la aplicación que hace posible el funcionamiento de Uber, empresa tecnológica intermediaria de servicios de transporte urbano. Fabrizio Scrollini escribió una columna muy interesante, advirtiendo sobre los riesgos e implicancias de este tipo de medidas.

Sin dudas sería un temible precedente el bloqueo de sitios web o aplicaciones mediante una decisión administrativa. Países como Italia, Reino Unido o España lo hacen a través de organismos de control técnico-administrativos o como mucho, por dictamen judicial «exprés». En la actualidad hay cientos de sitios bloqueados en distintos países, y no es necesario ni que nos comparemos con Corea del Norte o China, tierras que son el escenario de ensayos de censura y control que luego son adoptados por las «democracias» occidentales. Basta con mirar un mapa de Europa donde se representan los bloqueos por país, en este caso, para restringir las descargas de contenido que se consideran ilegales (por cierto, en el ámbito de la circulación de contenidos en Internet, ningún gobierno se ha mostrado dispuesto a considerar nuevas regulaciones, como sí lo hacen en negociaciones con Uber).

Tampoco olvidemos que a veces los sitios web no están disponibles en ciertas ubicaciones geográficas, no por haber sido «baneados» por el gobierno, sino porque su estrategia comercial así lo define: por ejemplo, empresas como Spotify o Netflix deciden por sí mismas si entran a un mercado, y mientras no lo hacen, las IP de los países «no autorizados» no acceden al servicio. Además, estas empresas deciden qué contenidos están disponibles para cada región y país (mientras en cada lugar se inventan trucos para evadir estas restricciones artificiales).

Por su parte, Uber es más que meramente un sitio o una app útil para conductores y usuarios. Se trata de una empresa con una estrategia comercial predefinida fuera de fronteras y con mucho lobby detrás. Se dice que Uber es «economía colaborativa» o sharing economy, cuando en realidad su funcionamiento se diferencia claramente de este fenómeno. La economía colaborativa funciona entre pares (es P2P, peer-to-peer, como la arquitectura de las redes de intercambio de archivos que hicieron popular el término) y si bien puede ser facilitada por plataformas, no depende de una empresa intermediaria. Uber es una plataforma centralizada, el nuevo intermediario entre los usuarios y los conductores que no por nada se lleva algo así como el 30% de lo que pagan los clientes localmente hacia su casa matriz en San Francisco, EEUU. Por cierto, Uber está en el número 48 del ranking de empresas más poderosas del país del norte.

Pero imaginemos por un momento que Uber fuera un proyecto de software libre que pudiera ser adoptado y adaptado a la realidad de cada ciudad, ya sea por el propio sector del transporte, por los gobiernos locales o por redes autónomas de personas, o quizás por un convenio entre las tres partes. Sería una hermosa posibilidad de debatir públicamente el transporte y llegar a nuevas políticas en beneficio de todos. Pero no es el caso. El caso es que Uber desembarca en cada ciudad con estrategias de presión sumamente agresivas ocultas tras el marketing del «Uber Love». Estrategias que pueden tener visos tan mafiosos como las ya conocidas en el ramo del taxi (incluso contra competidores directos como los «uber baratos»).

En definitiva, con Uber no estamos hablando de simplemente desplazar un servicio por otro en las preferencias del consumidor individual, sino de algo que tiene impacto en el transporte de toda una ciudad. Por ejemplo: ¿estamos seguros de querer que el precio de un viaje se regule por un algoritmo (propiedad de la empresa) que supuestamente responde a oferta y demanda? En otros países ya se vio que esto genera sobreprecios en eventos climáticos adversos o en zonas pobres de la ciudad, sin que los gobiernos puedan incidir en eso con criterios más justos.

Si bien es cierto que las regulaciones del taxi hoy favorecen el mantenimiento de un monopolio nefasto, la solución no es cambiar eso por el monopolio de una multinacional, mientras el gobierno municipal y los ciudadanos quedan por fuera de toda posibilidad de incidencia. La emergencia de la sharing economy en las ciudades no debería ser para implantar un nuevo mega intermediario. ¡Esto es todo lo contrario al «sharing»! Pero si se disfraza de sharing, adquiere la capacidad de evadir impuestos y responsabilidades, diciendo que «solamente» brinda un servicio de «comunicación» entre prestadores y clientes. Sabemos que no es así, desde el momento en que la empresa define qué tipo de productos ofrece (modelos y colores de sus autos, forma de contratarlos, reglas de fijación de tarifas, etc.). Y hasta hace selección de personal, lo que de hecho está generando una seria controversia en distintos países, sobre si los choferes son empleados o no.

Finalmente, ¿cuántas chances deja Uber para la aparición de servicios realmente P2P? Los mapas, datos de tráfico, software y algoritmos con los que cuenta no son para nada de uso «colaborativo». Maneja estos activos mediante los mecanismos privativos más típicos, como patentes y otras restricciones de propiedad intelectual que perfectamente podría utilizar para inhibir iniciativas de sharing reales.

En cuanto a la regulación, una sola cosa: no es que Uber no quiera la regulación, sino que seguramente desea modificarla a su gusto y para eso cuenta con ingentes recursos de lobby.

En conclusión: fomentar un sector del transporte con trabajadores menos explotados y clientes más satisfechos con la ayuda de tecnología libre, respetuosa de la privacidad, uso socialmente útil de datos abiertos y una regulación acorde, ¡totalmente de acuerdo! Admitir que un nuevo y mayor intermediario, cada vez más poderoso, se disfrace de «economía colaborativa» pero con serias pretensiones de operar monopólicamente y modificar a su gusto la regulación, me parece que no.