Me crié en Uruguay, en donde el Día del Libro se festeja el 26 de mayo en conmemoración de la apertura de la primera biblioteca pública, en 1816. La idea de crear una biblioteca fue de Dámaso Antonio Larrañaga y Artigas respaldó la propuesta con aquello de «sean los orientales tan ilustrados como valientes». Así se creó la Biblioteca Nacional. Es lindo pensar que esto sucedió antes de que existiera realmente lo que hoy conocemos como República Oriental del Uruguay y que en aquel entonces era algo bien distinto, en pleno proceso revolucionario.

Por muchos años, para mí ese era «el día del libro», tal como nos enseñaban en la escuela. Dada la semejanza en las fechas (pero con un mes y días de diferencia), y tal vez por la fuerza inapelable con la que ciertas verdades aprendidas en la escuela se conservan en el imaginario, por bastante tiempo confundí esta celebración con el festejo internacional del 23 de abril. Pero algo no me cerraba en el motivo: «Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor«. Claro, ahí aparecía algo de lo que no tenía recuerdo. Por un tiempo pensé que a la celebración que yo consideraba «del libro» a secas, le habían agregado «y de los derechos de autor» y me venía preguntando cuándo había pasado eso.

Y es que el 23 de abril es el día elegido por la UNESCO para -a pedido de la Unión Internacional de Editores- promover la lectura, la industria editorial y la «protección» de la propiedad intelectual. No es el día de las personas que leen y escriben, ni el de la literatura, ni el de las bibliotecas, ni el de las comunidades que comparten libros. Es el día de «el libro» como producto de la industria editorial y el día para promover la lectura como fuerza de consumo de esa industria. No es extraño, entonces, que también sea el día «de los derechos de autor», es decir, el día internacional de la obediencia a las reglas que nos prohíben usar los libros sin autorización. Con usar, me refiero no sólo a la lectura individual, sino, fundamentalmente, a hacer copias, traducciones, adaptaciones, lecturas y préstamos al público, remezclas y reinvenciones. Es decir, todos los usos sociales de los libros.

Cuanto más draconiano se vuelve el derecho de autor, se nos va haciendo más necesario reivindicar el «derecho a leer», y de eso habló mi amiga Scann en su excelente artículo ¿Por qué un Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor? Scann piensa que verse en la obligación de defender el derecho a leer es algo muy triste, porque es como defender el derecho a respirar, el derecho a cagar, o el derecho a cualquier cosa intrínseca a nuestra naturaleza como humanos.

Por suerte, me quedo tranquila de que acá el 26 de mayo sigue siendo el día en que nos acordamos que debemos ser tan ilustrados como valientes y que para eso hacen falta bibliotecas como la que creó Larrañaga con apoyo de Artigas. El 26 de mayo es «el» día del libro, y el 23 de abril es el día trucho, aunque lo diga la UNESCO. A menos que estemos hablando del Diada de Sant Jordi, que en Cataluña se festeja desde mucho antes y que sirve para regalar libros y rosas.

Y para finalizar, me copio este párrafo maravilloso del post de Scann:

«La UNESCO no nos va a invitar a reflexionar sobre una actividad que amamos hacer, como leer, sobre una actividad que necesitamos imperiosamente compartir con otros porque sólo en el intercambio cobra sentido. Sólo rompiendo el encanto del fetiche podemos entender que lo importante es que hay alguien que está leyendo. Hoy, ahora. Y que no importa si compró el libro, si se fue a una biblioteca pública, si se lo prestaron o si lo bajó de Internet. Porque lo importante es que lo está haciendo. Hay alguien que está haciendo que esa fuerza viva inscripta hace miles de años en un pedazo de soporte tan efímero como la vida misma, tan poco relevante como la puerta de un baño, vuelva a tener su sentido cada vez que unos ojos, otra vez, vuelven a volverlo a la vida, a entablar un diálogo, a invitarlo a conversar. Si el soporte es un pedazo de arcilla o una combinación extraña de electricidad y bytes, es lo de menos.»